La palabra escrita nos sitúa en la eternidad.
La palabra escrita nos sitúa en la eternidad.
sábado, 30 de noviembre de 2024
jueves, 28 de noviembre de 2024
La rueda ardiente se detiene en el centro del cielo y
flagela la playa. El presuroso verano pasa como una exhalación y siempre vuelve
la lluvia con su eterna grisalla y su frío ancestral y enfermizo.
Y luego llega septiembre. Tal parece que mi vida
hubiera sido una sucesión de septiembres.
Desde los primeros días, cuando los brotes minúsculos
verdean a ras de los troncos, un extraño anhelo me levanta por las mañanas, una
expectación de mágicas esperanzas me acompaña. Huelo el aire y me parece
limpio, otro, y miro las alturas de luz y me parecen renovadas. Pero a medida
que el mes se va adentrando en sí mismo, una congoja deshace mis días y todo
vuelve a ser zozobra y tristeza.
Quizás siempre espero que regresen esos otros
septiembres, los antiguos, esos que veían pasar por sus cielos el éxodo del
frío, los que elevaban la infancia en alas de cometas, en los que brotaba la
adolescencia de pelo largo y pantalones parchados a la par que los renuevos de
las ramas, ese septiembre ahogado en sangre y adrenalina, en horror y
pesadilla, cuando despertamos en el infierno.
Ese edén perdido, era para mí, septiembre. (fragmento)
En Amazon. También escribiendo directamente a mi WhatsApp:
+56 949878925
martes, 26 de noviembre de 2024
Quizás en otro lugar...
En ese reflejo quebradizo del río nadie puede reconocerse, sauces llorones, hierbajos, el sol que asoma (una simple raya blanca detrás del cerro), todo aparece despiezado como un puzle de tamaño gigante. Algo cuelga de la rama del roble. Algo alargado que la noche camuflaba, pero ahora los pequeños dedos del amanecer lo señalan, lo sitúan, lo nombran. Es un cuerpo de hombre, de un hombre joven con la barba crecida de varios días. Se ha ahorcado con una corbata fina, de seda, tal vez la última que le quedaba.
(fragmento)
Jacqueline Sellan Bodin.
Puedes comprarla en pdf, escribiendo al +56 949878925
lunes, 25 de noviembre de 2024
Les papillons féroces
"Sous le saule pleureur, le ruisseau est un poisson tremblent couvert de
mil écailles grouillante. Le poisson, au bout du fil, est une goutte d’eau
argenté.
Elle l’arrache de l’hameçon. Elle prend un bout de branche qui traine a
ses côté, et lui donne un coup sec sur la tête. Le poisson s’immobilise. Elle le dépose près des deux autres au fond
de l’écrin de roseau. Elle enroule tranquillement le fil sur la boîte. Elle
introduit tous les ustensiles dans la petite corbeille rectangulaire et la ferme, ligotant les brides de pailles.
Elle déroule les jambes du pantalon qu’elle avait enroulé jusqu’aux genoux. Elle
suspend le cabas a son épaule et avance, avec son pas élastique, sur le sentier
qui borde le torrent. (...)"
Jacqueline Sellan Bodin
domingo, 24 de noviembre de 2024
sábado, 23 de noviembre de 2024
La sesión
fotográfica.
A orillas de la presa toda una
tribu de minúsculas ranas de esmeralda se afana. Hiperkinéticas, compiten con
los saltamontes, a quién logra la brizna más cómoda, la hoja más mullida. Acerco
mi mano a una de ellas. Con su patita se aferra a mi dedo, y, sin ningún temor,
se me instala en la palma. Es tan pequeña que cabría entera en la falange de mi
meñique. Es helada. Su garganta late, levemente teñida de rosa. En ese incendio
verde de su piel, parece esculpida. Se mueve un poco, se acomoda, me mira con
curiosidad.
-
Eres hermosa - le
digo - eres preciosa.
Se diría que me escucha atentamente. Le tomamos varias fotos. Tímida, hurta la cara a la cámara. Luego, cansada de posar, salta a la hierba donde se confunde con cien pequeñas joyas, sus hermanas.
Jacqueline Sellan Bodin
Del libro de cuentos "Puré de arvejas".
Está en Amazon. También puedes comprarlo en pdf escribiendo a mi WhatsApp en 2,50 dólares para las personas de otros países, 2.000 pesos dentro de Chile.
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viernes, 22 de noviembre de 2024
La víspera de
navidad.
Una antigua leyenda cuenta que la víspera de navidad
los animales hablan. Eso comentaba un amigo esta tarde.
-No me extraña - le respondí – ¿por qué la víspera de
navidad habría de ser una excepción?
- Estoy hablando de los animalitos de cuatro patas - me
contestó.
Estábamos sentados a la mesa de un restaurant frente a
una taza de café.
El aire gélido se filtraba por la puerta vidriada cada
vez que un cliente entraba o salía, produciéndome un estremecimiento
desagradable.
Detesto el frío. Soy como los gatos o las lagartijas,
adoro el sol y si pudiera, iría a refugiarme durante el interminable invierno
valdiviano a algún sitio cálido y luminoso.
Si odio el frío en invierno, ¿qué decir de la
incongruencia de este helado diciembre?
Porque hoy, víspera de navidad, debido al calentamiento
global, una corriente polar invade las calles a pesar de estar empezando el
verano. Paradojas del clima.
Mi amigo me hablaba de antiguas leyendas navideñas y yo
lo escuchaba distraídamente. Un asunto me tenía pensativa desde hacía algunos
meses: la hija de una vecina andaba desaparecida. (Fragmento)
Jacqueline Sellan Bodin.
Del libro "Puré de arvejas.
jueves, 21 de noviembre de 2024
El verdadero cuento de la
caperucita roja
(Versión
especial para niños)
“Mi unicornio
azul...ayer...se me perdió…”
Silvio Rodríguez.
Era
la hija del verdugo, por eso llevaba siempre una caperuza roja, para que todos
supieran que estaba maldita.
Vivía en la última
casa, esa casita triste y solitaria, apartada a orillas del bosque, porque
nadie quería como vecino a un hombre que debía quebrar a garrotazos los huesos
de los condenados, aunque los días de ajusticiamiento no cabía un alfiler en la
única plaza del pueblo, y nadie, ni siquiera los niños de brazos, quería
perderse detalle de los gritos de dolor o de la sangre que salpicaba las gradas
de piedra.
En las noches
las mujeres imaginaban que no eran poseídas por sus maridos, (con ardor
renovado, hay que decirlo), sino por ese anónimo encapuchado de manos ensangrentadas.
Claro que la
histeria es una cosa y las convenciones sociales otra muy distinta.
Era por lo
tanto bien visto y de rigor, despreciar a ese hombre sobre los anchos hombros
del cual recaían los edictos del tribunal, e incluso hacer extensivo ese
desprecio a su familia.
Sin embargo la
gente de bien no era la única que no lo miraba con buenos ojos.
En esos
inhóspitos tiempos algunos hombres habitaban en los bosques. Se agrupaban en
manadas, como los lobos, pero a diferencia de éstos, no vivían de la caza sino
de la rapiña.
Era peligroso
cruzar esos lugares solo y sin armas. En cualquier momento podían caer de la
copa de los árboles cinco o seis de aquellos maleantes, armados y desalmados, y
detenerlo a uno con el consabido grito de: ¡La bolsa o la vida!”.
Incluso, si la
bolsa hubiera sido demasiado pequeña, no habrían tenido inconveniente en
aligerarlo también de la vida.
Uno de
aquellos hombres cometió un día una imprudencia que permitió a la justicia
ponerle finalmente la mano al cuello; sería más propio decir la soga al cuello.
No voy a
entrar en detalles espeluznantes, que tal vez secretamente la mayoría de
ustedes se muere por saber, en primer lugar porque los desconozco y, en segundo
lugar, porque aunque los supiera, me repugnaría transcribirlos.
Lo único que
se sabe a ciencia cierta es que fue colgado en la plaza - frente a una multitud
frenética – por el único que tenía el derecho – y el deber – de colgar a los
demás.
Quizás eso
explique la furia ciega de sus compañeros, cuatro feroces salteadores de
caminos, el odio encarnizado que sentían hacia el verdugo, sobre todo porque
este no quiso acceder a sus propuestas de dejar floja la cuerda a pesar de los
10 ducados de oro que le ofrecían.
Pero el
verdugo tenía fama de hombre fuerte y ni aún entre los cuatro se atrevían a
hacerle frente.
Cuando la
niña se aventuró esa tarde por el bosque persiguiendo una mariposa multicolor,
no escuchó el salto del primer hombre sobre las hierbas altas que amortiguaron
su caída.
No oyó
tampoco el salto del segundo, apodado “el viento” por su andar silencioso.
Ni siquiera
al tercero, que hizo rodar algunas piedrecillas bajo su bota de cuero.
El cuarto
hombre le salió al paso y con una inquietante sonrisa que no supo sin embargo
alarmar su inocencia, le preguntó melosamente:
- Dime,
pequeña… ¿no eres tú la hija del encapuchado?
Quién sabe si
porque era la única en el pueblo que nunca asistía a los espectáculos de la
plaza, lo miró sorprendida y preguntó:
- ¿Cual
encapuchado?
Esa respuesta
debió ser muy divertida, puesto que hizo lanzar grandes carcajadas a los cuatro
hombres.
-Entonces –
le preguntó aquel apodado “el viento” – ¿por qué llevas esa capa roja sobre los
hombros?
-Porque mi
abuelita me la tejió –contestó la niña, contenta de que al fin le hicieran una pregunta
que sus cinco años lograban entender.
Al parecer
los salteadores se sentían de muy buen humor, ya que esa respuesta les hizo
reír más que la anterior.
El primer
hombre, el que ella no había escuchado saltar porque las hierbas altas habían
amortiguado su caída, la empujó brutalmente contra el suelo.
En esos
tiempos no existían los guardabosques y los leñadores no se aventuraban en ese
lugar tan mal frecuentado.
Por eso sólo
la encontraron tres días después. Ya los buitres le habían arrancado los ojos y
parte de las vísceras.
La
reconocieron por la caperuza desgarrada a su lado, cuyo rojo se confundía con
la sangre que todavía manchaba la hierba bajo su cintura.
No se buscó a
los culpables.
Al fin y al
cabo, era la hija del verdugo y estaba maldita.
Jacqueline Sellan Bodin
$ 2.000, en Chile. 2,5 dólares en el resto del mundo.
miércoles, 20 de noviembre de 2024
7.- El tiempo de un pestañeo
La carretera anónima parecía temblar al sol del mediodía, tan intenso y brillante. Debía recordar comprarse unas gafas oscuras. De vez en cuando algún otro vehículo lo cruzaba. Una especie de laxitud lo amodorró. Se le cerraban los párpados. Un viento tenaz arremolinaba fumarolas de polvo y estremecía las hierbas al borde de la autopista. Brillaba la asfaltada superficie con resplandor turbio de mirada bajo el agua.
Un sedán rojo lo adelantó a gran velocidad. Locos del volante, pensó. Por unos minutos eso lo mantuvo espabilado, pero la inalterable monotonía de la línea parduzca del horizonte, el constante desfile idéntico de pequeños matorrales a medio secar, el balanceo regular y el ronroneo del motor lo adormecían de nuevo.
Le pareció haber cerrado los ojos por un instante, tal vez una fracción de segundos, lo suficiente, eso sí, para soñar. Como se sabe, los sueños más largos y enrevesados ocurren en un pequeño lapso de realidad en la que apenas cabe un pestañeo. Soñó que se había quedado dormido y perdía el control del automóvil; luego se despertaba sobresaltado y daba rápidamente un volantazo, aunque ya era demasiado tarde, y se precipitaba contra el tronco de un árbol, el único, en varios kilómetros, rompiendo la planitud de la ruta.
Con aprehensión se tomó firmemente del volante. No le gustaba ese sueño. No es que creyera demasiado en presagios; sin embargo esta vez se había intranquilizado. Miró en torno. Sin darse cuenta se había desviado de su itinerario y estaba metido en una calzada lateral, de tierra cruda. Seguramente se durmió unos segundos, después de todo.
¡Qué contrariedad! No conocía el lugar. Buscó inútilmente alguna señalización. Al parecer, este era un atajo rural, puesto que de ambos lados se alzaban montones de tierra bastante considerables, como si una retroexcavadora hubiese pasado hacía poco. Por otra parte, era demasiado angosto; no podía girar para devolverse.
Se alegró al observar, unos metros más allá, una especie de claro, también de tierra barrosa, como si hubiera llovido, aunque él bien sabía que no caía lluvia desde al menos un mes por esos lados. Trató de meterse hacia la izquierda y entonces comprobó que la dirección no respondía. Recordó su pesadilla. ¿Y si había sido premonitoria después de todo?
Respiró fuerte tratando de calmarse. Observó la vegetación que lo rodeaba. Generalmente, mientras manejaba no miraba mucho a su alrededor, preocupado más bien de los obstáculos que se le iban presentando. Claro que en estas circunstancias, a pesar de centrar toda su atención en la avería, no podía dejar de verlo: ya no le rodeaban matorrales resecos, cosa tal vez natural por haberse metido en plena campiña, sino unos extraños arbustos parecidos a pastos gigantes, mucho más altos que el auto. Intentó frenar… los frenos no funcionaban. Y a pesar de que el terreno subía ligeramente, la velocidad del coche aumentaba también. No, ésta era realmente la pesadilla, una absurda pesadilla: los frenos no respondían, la dirección estropeada, un camino fantasmagórico.
Nada de esto tenía sentido. Y luego, acentuando más aún el tenor onírico de la situación, comprobó que el tablero de control no era real, sólo estaba pintado sobre una cubierta lisa, una chapa de metal pintado, un volante rígido, portezuelas falsas, un simulacro. Estaba alucinando, eso era seguro. Ahora estaba dormido de verdad y tenía esta horrible pesadilla. ¿Pero qué ocurría? ¿Por qué no podía despertar?
El niño dirigió con fuerza el auto contra un montón de tierra suelta, haciéndola volar y salpicando la pequeña carrocería. -¡Javier! - una voz llamó desde el interior de la casa – ¡ven a comer. El niño se metió el autito de metal en un bolsillo y corrió hacia la casa. En ese momento un estruendo sacudió el fresno añoso crecido en el borde del patio. Un estallido de fierros chirriantes, vidrios desmigados y luego, el sordo sonido de las ruedas girando en el vacío.
Jacqueline Sellan Bodin
Del libro "21 cuentos y un arcano". Puedes adquirirlo en pdf comunicándote al celular:
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martes, 19 de noviembre de 2024
4.- Ocaso.
A |
tila ensangrentado
galopa a la cabeza de su ejército.
Su espada reluce al sol del mediodía. La sombra de su
caballo se arrastra bajo él, pisoteada y deshecha. A su espalda, el paisaje de la guerra: mujeres
despanzurradas envueltas en sus propias entrañas, recién nacidos aullantes
ensartados en la punta de las lanzas, cabezas barbudas rodando entre los cascos
de los caballos.
El atardecer lo acoge en su campamento. Bajo la
tienda, donde la soledad hostil del poder pinta fantasmas de miedo y de
traición, Atila duerme sobresaltado.
Sueña que camina en un lodazal de sangre donde sus
botas se hunden hasta el borde. Sueña con ropas impregnadas del acre olor de
las batallas, con el fuego tibio de las hogueras en las acampadas y con el
denso humo pestilente de las ciudades quemadas. Lo hechizan largas cabelleras
de sangre y fuego. Sueña unos ojos claros donde lavar el dolor y la rabia.
Sueña una mano amada alargándole una copa. Siente en su interior la serpiente
irremediable del veneno.
Atila abre los ojos, pero es demasiado tarde.
Entonces comprende que jamás ha soñado.
Jacqueline Sellan Bodin.
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domingo, 17 de noviembre de 2024
jueves, 14 de noviembre de 2024
El vidrio empañado
(novela)
La bisabuela se mecía con el
compás de las ráfagas sobre los pastizales y el ruido apagado del mimbre de la
mecedora que crujía en el cuarto vecino fue el primer sonido que reconoció
entre todo el bullicio que la rodeaba, tal vez porque le recordaba el crujir
constante del mecanismo materno que acababa de abandonar, ese sonido de
marejada, de temporal, de lluvias deslizándose entre capas de aire.
La bisabuela se mecía con los
ojos fijos en un punto indefinido situado entre ella y la pared de la sala, un
punto donde tal vez estaban ocurriendo cosas que sólo eran perceptibles para
ella, esa mirada malévola que asoma a los ojos de algunos viejos a los que el
odio acumulado a lo largo de la vida, hecho de todas las frustraciones y las
iras impotentes, se les desboca en las últimas miradas, apresurado por salir a
flote antes que sea demasiado tarde, y muera, junto con las demás cosas que
mueren con la muerte. (Fragmento)
Jacqueline Sellan Bodin.
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El vidrio empañado
En el primer roce de las sombras
sus labios murmuran el nombre amado por última vez. Luego llegan, arrebatando
su voluntad, las imágenes extrañas, las indeseadas, las incontrolables imágenes
que el sueño trae hasta ella para habitarla una noche más, una noche entre
todas las noches, idéntica a las demás, imágenes asoladas, solitarias, de
búsquedas infructuosas, imágenes donde la realidad se toma la revancha y vuelve
para hacerla revivir cosas que ella conscientemente ha abolido desde hace mucho
tiempo. Para evitarlo, Amalia bebe por las tardes café cargado y mantiene los
ojos abiertos y el corazón, para ese amigo que lo habita, el innombrable,
oculto, clandestino amante que llega a hurtadillas a sus sueños de vigilia. (Fragmento).
Jacqueline Sellan Bodin
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martes, 12 de noviembre de 2024
PROFUNDOS ARENALES
Jacqueline Sellan Bodin
Profundos arenales.
Profundos
arenales,
donde cada
paso me hunde
donde se
alzan remolinos que me envuelven,
para
siempre cegándome...
Arenas de
la memoria,
donde la
flor florece un día
y al otro
ya marchita
encerrada
en la muerte
para
siempre...
Mariposas feroces.
Jacqueline Sellan Bodin
8.-
La paz del monte.
Érase una vez un sendero que, como todos
los senderos, no iba a ninguna parte sino que descansaba en medio de la
arboleda, rodeado de pequeñas flores silvestres, brillantes botones de oro,
dientes de león que alzaban, protectores, sus cabezas coronadas de púas
amarillas, y una profusión de hierbas altas que se arremolinaban tratando de
mirar por sobre los hombros de las demás, aunque nada interesante ocurría sino
era la danza del polvo dorado con la ventisca o la carrera minúscula de algún
insecto que cruzaba al pastizal del frente, o, de tarde en tarde, el paso de
algún caminante mañanero absorto en la belleza de los cerros lejanos, a esa
hora en que el sol rasga con un cuchillo de luz la noche moribunda y las
sombras se ven más largas y oscuras de lo que en realidad son, y los brillos se
ven más luminosos por contraste.
Por ese camino Catherine caminaba algunas
veces, cuando estaba hambrienta de soledad, cuando se había levantado temprano
con la alegría del verano en los ojos y un aletear de colibrí en el corazón. (fragmento)
domingo, 10 de noviembre de 2024
V
A veces
sueño que floto sobre tus aguas
como
antaño.
¿Cuánto
hace de eso?
¿Cuánto,
que no me lanzo mar adentro
como si me lanzara
al vacío?
Escapaba
del sol,
ese otro
gigante,
confundiéndome
en la aglomeración
de peces
que te surcan,
desplegando
los brazos
en un
líquido vuelo,
y tu verde
frescor me devolvía a la tierra.
A veces
sueño tus aguas, todavía.
Son sueños
bellos,
de los que
surjo renovada,
lavada de
la vida,
vacía y
liviana,
con un
ritmo en el corazón,
de océano.
Largos
sueños en los que todo se cumple.
La
oscuridad y la luz, gemelas y hostiles,
se deshacen
en tus aguas,
y sólo
existe la fluidez ligera
que combate
la gravedad y me eleva al rango de
pájaro.
En algún
punto de la vigilia me espero,
separado el
espíritu de esta materia
que se
resiste a lo etéreo,
girando en
el vértice de tus olas,
más
cercanas a la atmósfera que al agua.
En algún
punto de la vigilia te deshaces,
o tal vez
sólo entras a una de tus fases: la de no
ser.
Todo el
arsenal de la vida me despierta:
las voces
de transeúntes mañaneros,
los roncos
motores, el tráfago,
la guerra
sucia de la sobrevivencia,
y emerjo de
ti
_liviana y
vacía_
añorando
las alas,
recurso de
las aves
para
escapar del fango.
Del libro " Profundos arenales".
Jacqueline Sellan Bodin
El olivo (cuento) En esa silla se ha vuelto a sentar. Hace una eternidad, le parece, su existencia no tiene otro objeto que el de sentar...
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Encuentro Intercultural "Altas Cumbres" En la hermosa Bolivia. Santa Cruz de la Sierra me sorprendió con luminosidad y con un ...
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4.- Ocaso. A tila ensangrentado galopa a la cabeza de su ejército. Su espada reluce al sol del mediodía. L...
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Quizás en otro lugar... Jacqueline Sellan Bodin 1 Salir a la calle es ya una aventura en esta desventura que vivo, que vivimos to...