Mariposas feroces.
Jacqueline Sellan Bodin
8.-
La paz del monte.
Érase una vez un sendero que, como todos
los senderos, no iba a ninguna parte sino que descansaba en medio de la
arboleda, rodeado de pequeñas flores silvestres, brillantes botones de oro,
dientes de león que alzaban, protectores, sus cabezas coronadas de púas
amarillas, y una profusión de hierbas altas que se arremolinaban tratando de
mirar por sobre los hombros de las demás, aunque nada interesante ocurría sino
era la danza del polvo dorado con la ventisca o la carrera minúscula de algún
insecto que cruzaba al pastizal del frente, o, de tarde en tarde, el paso de
algún caminante mañanero absorto en la belleza de los cerros lejanos, a esa
hora en que el sol rasga con un cuchillo de luz la noche moribunda y las
sombras se ven más largas y oscuras de lo que en realidad son, y los brillos se
ven más luminosos por contraste.
Por ese camino Catherine caminaba algunas
veces, cuando estaba hambrienta de soledad, cuando se había levantado temprano
con la alegría del verano en los ojos y un aletear de colibrí en el corazón. (fragmento)
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