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miércoles, 20 de noviembre de 2024

 7.-  El tiempo de un pestañeo    




La carretera anónima parecía temblar al sol del mediodía, tan intenso y brillante. Debía recordar comprarse unas gafas oscuras. De vez en cuando algún otro vehículo lo cruzaba. Una especie de laxitud lo amodorró. Se le cerraban los párpados. Un viento tenaz arremolinaba fumarolas de polvo y estremecía las hierbas al borde de la autopista. Brillaba la asfaltada superficie con resplandor turbio de mirada bajo el agua. 

Un sedán rojo lo adelantó a gran velocidad. Locos del volante, pensó. Por unos minutos eso lo mantuvo espabilado, pero la inalterable monotonía de la línea parduzca  del horizonte, el constante desfile idéntico de pequeños matorrales a medio secar, el balanceo regular y el ronroneo del motor lo adormecían de nuevo. 

Le pareció haber cerrado los ojos por un instante, tal vez una fracción de segundos, lo suficiente, eso sí, para soñar.  Como se sabe,  los sueños más largos y enrevesados ocurren en un pequeño lapso de realidad en la que apenas cabe un pestañeo. Soñó que se había quedado dormido y perdía el control del automóvil; luego se despertaba sobresaltado y daba rápidamente un volantazo, aunque ya era demasiado tarde, y se precipitaba contra el tronco de un árbol, el único, en varios kilómetros, rompiendo la planitud de la ruta. 

Con aprehensión se tomó firmemente del volante. No le gustaba ese sueño. No es que creyera demasiado en presagios; sin embargo esta vez se había intranquilizado. Miró en torno. Sin darse cuenta se había desviado de su itinerario  y estaba metido en una calzada lateral, de tierra cruda. Seguramente se durmió unos segundos, después de todo. 

¡Qué contrariedad!  No conocía el lugar.  Buscó inútilmente alguna señalización. Al parecer, este era un atajo rural, puesto que de ambos lados se alzaban montones de tierra bastante considerables, como si una retroexcavadora hubiese pasado hacía poco. Por otra parte, era demasiado angosto; no podía girar para devolverse. 

Se alegró al observar, unos metros más allá, una especie de claro, también de tierra barrosa, como si hubiera llovido, aunque él bien sabía que no caía lluvia desde al menos un mes por esos lados. Trató de meterse hacia la izquierda y entonces comprobó que la dirección no respondía. Recordó su pesadilla. ¿Y si había sido premonitoria después de todo? 

Respiró fuerte tratando de calmarse. Observó la vegetación que lo rodeaba. Generalmente, mientras manejaba no miraba mucho a su alrededor, preocupado más bien de los obstáculos que se le iban presentando. Claro que en estas circunstancias, a pesar de centrar toda su atención en la avería, no podía dejar de verlo: ya no le rodeaban matorrales resecos, cosa tal vez natural por haberse metido en plena campiña, sino unos extraños arbustos  parecidos a pastos gigantes, mucho más altos que el auto. Intentó frenar… los frenos no funcionaban. Y a pesar de que el terreno subía ligeramente, la velocidad del coche aumentaba también. No, ésta era realmente la pesadilla, una absurda pesadilla: los frenos no respondían, la dirección estropeada, un camino fantasmagórico. 

Nada de esto tenía sentido. Y luego, acentuando más aún el tenor onírico de la situación, comprobó que el tablero de control no era real, sólo estaba pintado sobre una cubierta lisa, una chapa de metal pintado, un volante rígido, portezuelas falsas, un simulacro. Estaba alucinando, eso era seguro. Ahora estaba dormido de verdad y tenía esta horrible pesadilla. ¿Pero qué ocurría? ¿Por qué no podía despertar?  

El niño dirigió con fuerza el auto contra un montón de tierra suelta, haciéndola volar y salpicando la pequeña carrocería. -¡Javier! - una voz llamó desde el interior de la casa – ¡ven a comer. El niño se metió el autito de metal en un bolsillo y corrió hacia la casa. En ese momento un estruendo sacudió el fresno añoso crecido en el borde del patio. Un estallido de fierros chirriantes, vidrios desmigados y luego, el sordo sonido de las ruedas girando en el vacío.

Jacqueline Sellan Bodin


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