El verdadero cuento de la
caperucita roja
(Versión
especial para niños)
“Mi unicornio
azul...ayer...se me perdió…”
Silvio Rodríguez.
Era
la hija del verdugo, por eso llevaba siempre una caperuza roja, para que todos
supieran que estaba maldita.
Vivía en la última
casa, esa casita triste y solitaria, apartada a orillas del bosque, porque
nadie quería como vecino a un hombre que debía quebrar a garrotazos los huesos
de los condenados, aunque los días de ajusticiamiento no cabía un alfiler en la
única plaza del pueblo, y nadie, ni siquiera los niños de brazos, quería
perderse detalle de los gritos de dolor o de la sangre que salpicaba las gradas
de piedra.
En las noches
las mujeres imaginaban que no eran poseídas por sus maridos, (con ardor
renovado, hay que decirlo), sino por ese anónimo encapuchado de manos ensangrentadas.
Claro que la
histeria es una cosa y las convenciones sociales otra muy distinta.
Era por lo
tanto bien visto y de rigor, despreciar a ese hombre sobre los anchos hombros
del cual recaían los edictos del tribunal, e incluso hacer extensivo ese
desprecio a su familia.
Sin embargo la
gente de bien no era la única que no lo miraba con buenos ojos.
En esos
inhóspitos tiempos algunos hombres habitaban en los bosques. Se agrupaban en
manadas, como los lobos, pero a diferencia de éstos, no vivían de la caza sino
de la rapiña.
Era peligroso
cruzar esos lugares solo y sin armas. En cualquier momento podían caer de la
copa de los árboles cinco o seis de aquellos maleantes, armados y desalmados, y
detenerlo a uno con el consabido grito de: ¡La bolsa o la vida!”.
Incluso, si la
bolsa hubiera sido demasiado pequeña, no habrían tenido inconveniente en
aligerarlo también de la vida.
Uno de
aquellos hombres cometió un día una imprudencia que permitió a la justicia
ponerle finalmente la mano al cuello; sería más propio decir la soga al cuello.
No voy a
entrar en detalles espeluznantes, que tal vez secretamente la mayoría de
ustedes se muere por saber, en primer lugar porque los desconozco y, en segundo
lugar, porque aunque los supiera, me repugnaría transcribirlos.
Lo único que
se sabe a ciencia cierta es que fue colgado en la plaza - frente a una multitud
frenética – por el único que tenía el derecho – y el deber – de colgar a los
demás.
Quizás eso
explique la furia ciega de sus compañeros, cuatro feroces salteadores de
caminos, el odio encarnizado que sentían hacia el verdugo, sobre todo porque
este no quiso acceder a sus propuestas de dejar floja la cuerda a pesar de los
10 ducados de oro que le ofrecían.
Pero el
verdugo tenía fama de hombre fuerte y ni aún entre los cuatro se atrevían a
hacerle frente.
Cuando la
niña se aventuró esa tarde por el bosque persiguiendo una mariposa multicolor,
no escuchó el salto del primer hombre sobre las hierbas altas que amortiguaron
su caída.
No oyó
tampoco el salto del segundo, apodado “el viento” por su andar silencioso.
Ni siquiera
al tercero, que hizo rodar algunas piedrecillas bajo su bota de cuero.
El cuarto
hombre le salió al paso y con una inquietante sonrisa que no supo sin embargo
alarmar su inocencia, le preguntó melosamente:
- Dime,
pequeña… ¿no eres tú la hija del encapuchado?
Quién sabe si
porque era la única en el pueblo que nunca asistía a los espectáculos de la
plaza, lo miró sorprendida y preguntó:
- ¿Cual
encapuchado?
Esa respuesta
debió ser muy divertida, puesto que hizo lanzar grandes carcajadas a los cuatro
hombres.
-Entonces –
le preguntó aquel apodado “el viento” – ¿por qué llevas esa capa roja sobre los
hombros?
-Porque mi
abuelita me la tejió –contestó la niña, contenta de que al fin le hicieran una pregunta
que sus cinco años lograban entender.
Al parecer
los salteadores se sentían de muy buen humor, ya que esa respuesta les hizo
reír más que la anterior.
El primer
hombre, el que ella no había escuchado saltar porque las hierbas altas habían
amortiguado su caída, la empujó brutalmente contra el suelo.
En esos
tiempos no existían los guardabosques y los leñadores no se aventuraban en ese
lugar tan mal frecuentado.
Por eso sólo
la encontraron tres días después. Ya los buitres le habían arrancado los ojos y
parte de las vísceras.
La
reconocieron por la caperuza desgarrada a su lado, cuyo rojo se confundía con
la sangre que todavía manchaba la hierba bajo su cintura.
No se buscó a
los culpables.
Al fin y al
cabo, era la hija del verdugo y estaba maldita.
Jacqueline Sellan Bodin
$ 2.000, en Chile. 2,5 dólares en el resto del mundo.
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