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jueves, 21 de noviembre de 2024

 

El verdadero cuento de la caperucita roja

(Versión especial para niños)


              “Mi unicornio azul...ayer...se me perdió…”

                                                         
Silvio Rodríguez.


Era la hija del verdugo, por eso llevaba siempre una caperuza roja, para que todos supieran que estaba maldita.

Vivía en la última casa, esa casita triste y solitaria, apartada a orillas del bosque, porque nadie quería como vecino a un hombre que debía quebrar a garrotazos los huesos de los condenados, aunque los días de ajusticiamiento no cabía un alfiler en la única plaza del pueblo, y nadie, ni siquiera los niños de brazos, quería perderse detalle de los gritos de dolor o de la sangre que salpicaba las gradas de piedra.

En las noches las mujeres imaginaban que no eran poseídas por sus maridos, (con ardor renovado, hay que decirlo), sino por ese anónimo encapuchado de manos ensangrentadas.

Claro que la histeria es una cosa y las convenciones sociales otra muy distinta.

Era por lo tanto bien visto y de rigor, despreciar a ese hombre sobre los anchos hombros del cual recaían los edictos del tribunal, e incluso hacer extensivo ese desprecio a su familia.

Sin embargo la gente de bien no era la única que no lo miraba con buenos ojos.

En esos inhóspitos tiempos algunos hombres habitaban en los bosques. Se agrupaban en manadas, como los lobos, pero a diferencia de éstos, no vivían de la caza sino de la rapiña.

Era peligroso cruzar esos lugares solo y sin armas. En cualquier momento podían caer de la copa de los árboles cinco o seis de aquellos maleantes, armados y desalmados, y detenerlo a uno con el consabido grito de: ¡La bolsa o la vida!”.

Incluso, si la bolsa hubiera sido demasiado pequeña, no habrían tenido inconveniente en aligerarlo también de la vida.

Uno de aquellos hombres cometió un día una imprudencia que permitió a la justicia ponerle finalmente la mano al cuello; sería más propio decir la soga al cuello.

No voy a entrar en detalles espeluznantes, que tal vez secretamente la mayoría de ustedes se muere por saber, en primer lugar porque los desconozco y, en segundo lugar, porque aunque los supiera, me repugnaría transcribirlos.

Lo único que se sabe a ciencia cierta es que fue colgado en la plaza - frente a una multitud frenética – por el único que tenía el derecho – y el deber – de colgar a los demás.

Quizás eso explique la furia ciega de sus compañeros, cuatro feroces salteadores de caminos, el odio encarnizado que sentían hacia el verdugo, sobre todo porque este no quiso acceder a sus propuestas de dejar floja la cuerda a pesar de los 10 ducados de oro que le ofrecían.

Pero el verdugo tenía fama de hombre fuerte y ni aún entre los cuatro se atrevían a hacerle frente.

Cuando la niña se aventuró esa tarde por el bosque persiguiendo una mariposa multicolor, no escuchó el salto del primer hombre sobre las hierbas altas que amortiguaron su caída.

No oyó tampoco el salto del segundo, apodado “el viento” por su andar silencioso.

Ni siquiera al tercero, que hizo rodar algunas piedrecillas bajo su bota de cuero.

El cuarto hombre le salió al paso y con una inquietante sonrisa que no supo sin embargo alarmar su inocencia, le preguntó melosamente:

- Dime, pequeña… ¿no eres tú la hija del encapuchado?

Quién sabe si porque era la única en el pueblo que nunca asistía a los espectáculos de la plaza, lo miró sorprendida y preguntó:

- ¿Cual encapuchado?

Esa respuesta debió ser muy divertida, puesto que hizo lanzar grandes carcajadas a los cuatro hombres.

-Entonces – le preguntó aquel apodado “el viento” – ¿por qué llevas esa capa roja sobre los hombros?

-Porque mi abuelita me la tejió –contestó la niña, contenta de que al fin le hicieran una pregunta que sus cinco años lograban entender.

Al parecer los salteadores se sentían de muy buen humor, ya que esa respuesta les hizo reír más que la anterior.

El primer hombre, el que ella no había escuchado saltar porque las hierbas altas habían amortiguado su caída, la empujó brutalmente contra el suelo.

En esos tiempos no existían los guardabosques y los leñadores no se aventuraban en ese lugar tan mal frecuentado.

Por eso sólo la encontraron tres días después. Ya los buitres le habían arrancado los ojos y parte de las vísceras.

La reconocieron por la caperuza desgarrada a su lado, cuyo rojo se confundía con la sangre que todavía manchaba la hierba bajo su cintura.

No se buscó a los culpables.

Al fin y al cabo, era la hija del verdugo y estaba maldita. 

                                        Jacqueline Sellan Bodin





 



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