Martita
(novela)
Martita
(novela)
"Los paseos de arena blanca bordeados de rosales que unen sus ramas superiores formando un arco oloroso y umbrío, el muro donde las madreselvas trepan asomando por el otro lado de la cerca, la lila florecida prolongando el cielo lila en el jardín y, detrás de la casa, la ramazón frondosa del pino, el banco de madera rústica donde Catalina la arrullaba entre sus brazos, así como anteriormente había arrullado a su madre, el tilo con su juego de pájaros y de viento y más allá las azaleas y el Dafne oloroso y mágico, lleno de presagios y de botones rosa, Amalia aspira el olor del jardín que abre el abanico de su primavera y alza su danza de aromas hacia el cielo, hacia el espacio sin forma donde todo vaga y se pierde; en la tierra que sangra en heridas multicolores, Amalia respira el olor del jardín abierto como un cuerpo entregado al amor, Amalia pasea por el jardín tan distinto de la casa, tan otro mundo, el único mundo en el que Amalia se atreve a ser Amalia.
......"
(Fragmento)
I.
Se alisa el
cuello de piel de zorro.
Seguro que no es ni
zorro, más parece de liebre esa cuestión, o ratón, sí, piel de guarén, como si
no supiéramos todos de donde viene, si yo la conocí del tiempo en que su madre
vendía sopaipas en la calle para llenar el puchero cuando la dejó el marido,
claro que la iba a dejar, todos lo sabíamos, si estaba más flaca que un palo de
escoba, una escoba parecía, pero patas pa’rriba, un greñero de estopa, tieso – y
rubio a fuerza de agua oxigenada – aunque la cara de india no se la despintaba
con nada, y de cuerpo, nada, puro hueso, un esqueleto era, que con tanto chiquillo
como paría, uno por año – parecía coneja
– como no iba a estar acabada, y qué gusto le iba a encontrar un hombre a una
escoba, así le dije yo a la Filo, si es normal que se juera con la mocosa esa,
que salía todas las tardes con su delantal del colegio amarrado a la cintura
con las mangas, una cría de liceo, unos diecisiete tendría a todo dar, le jue
bien fácil llevárselo a una pieza que estuvieron arrendando, por acá arriba,
cerca de la Corvi, una casa vieja que ya la derrumbaron, pero en ese tiempo
arrendaban piezas, cuando se puso tan difícil todo durante la dictadura, el
señor se quedó sin trabajo, que era profe de la universidad, que dicen que era
medio rogelio, así que lo echaron y ya no pudo encontrar trabajo, la señora era
enfermera, y quién sabe qué tuvo que hacer pa’ que la dejen trabajar, que dicen
que el jefe del hospital era un viejo verde; por eso no se murieron de hambre, pero
tuvieron que empezar a rentar piezas, que esa tremenda casona era muy cara de
mantener. Si en pura luz ¡cuánto pagarían! Ahí es que se jueron a vivir, casi en la misma cara de su mujer y su chorrera de
hijos. Como siete tenían. Todos menores de diez y ella era la mayor de las
niñas, la Cipriana; si no la voy a conocer; andaba a pata pelá, que no ven que
en esos años los zapatos costaban caro, si no cualquiera tenía, y todos
mocosientos y llenos de piojos. Después se sacó esa beca y estudió pa’ maestra,
que era la carrera más barata. Y durante años ayudó a criar a sus hermanos
menores, pa’ que se eduquen también, si hasta eso hay que reconocerle, que se
portó bien con su familia. Y en ese tiempo los maestros primarios tenían un
sueldo de mierda. Así que ella se jue pal sur, que allí pagaban el doble, y a
los pocos años ya hasta coche tenía. No más se volvió pa’ Valdivia – que parece que la nostalgia del río la tiraba
– y sacó a su madre de la casucha de beneficencia donde vivía y la llevó con
ella a Huacho-Copihue.
Y entonces se encontró a ese fulano que viene de Argentina, dicen que se dedica al contrabando, yo qué sé, ni me importa, yo no vivo de lo que hacen o no hacen los demás, que hagan lo que quieran, total, si no me quiere saludar, que no me salude, no más que no se olvide que yo la conocí cuando andaba a pata pelá, que no venga conmigo a hacerse la levantá de raja. (fragmento)
Nunca había visto nada
tan bello.
Porque en su casa, el patio
tenía anchos pedruscos hundidos en el barro en torno a los cuales se apelotonaba
un pasto duro e hirsuto crecido a fuerza de lavazas.
Allí, en una tina de
madera - ya verde de musgo por las orillas - hecha con un antiguo barril
cortado por la mitad, su madre lavaba, a golpes de escobilla de esparto, con
las manos enrojecidas por el hielo del agua y los dedos nudosos por la
artritis.
Allí, junto a un
escuálido ciruelo, dormía ovillado el gato atigrado, sobre una mata de romazas.
El cercado hecho de
tablones, ya desde tiempo podridos por las intemperies, aportaba su tristeza
negra, sobre todo los días nublados, y todo el patio parecía de luto.
En este jardín, en
cambio, el sol, reflejado en el agua, pinta sobre la fuente de piedra destellos
de plata.
Nadia se inclina y
mete la mano en el estanque e intenta tocar uno de los pececitos rojos que juegan
en el fondo a perseguirse.
Su reflejo
resquebrajado repite su gesto en negativo.
Desde detrás de la
fuente, y como un amanecer contra la noche verde oscuro del seto de cipreses,
la envuelve en su aureola el arriate de narcisos amarillos.
Parecen cientos de
pequeñas copas de oro, vajilla de duendes, bailarinas saludando después del último
aplauso, mariposas antes de emprender el vuelo.
Una emoción la
embarga, desconocida.
Eran los sueños que se
despertaban, ilusiones que no conocían de límites, deseos de infinito y de plenitud
radiante.
Hunde la cara en el
ramo de narcisos, amarillos, olorosos, con el mismo olor de su infancia, y le
parece estar de nuevo junto a la fuente en el jardín de la escuela de danza.
Plié, un, deux, plié, un, deux, plié…
La voz de la maestra,
rítmica, monótona.
La tarde de estío, que
asoma a través de los ventanales, reflejada en los espejos: la fuente de piedra
- un trozo de ella - y los narcisos.
Exuberantes.
Felices.
Temblando su oro al
vientecillo que gira alrededor del chorro de agua.
Ahora no recuerda bien
como eran sus sensaciones: había sonreído a la muchacha de granito, con su
jarrón lleno que se vaciaba sin cesar; y los rayos del sol rebotaban sobre las
curvas del recipiente y las de la joven, drapeada, ligera, casi de luz y de
sombra; por cierto le llamó la atención el porte altivo y el cuello elegante.
Ahora no recuerda tan
claramente sus impresiones, aunque sí lo que sintió al ver los narcisos.
Esos siempre son los
mismos, en el jardín como en el ramo que ahora abraza contra su pecho, llena de
una emoción nueva y antigua, que no es amor a menos que sea amor propio.
La niña mira la fuente
de piedra, pasa su mano pequeña por el borde húmedo, aspira el olor de las
minúsculas gotas, casi de niebla, que salpican el aire, sumerge en el líquido
frío su brazo sujetando la manga con la otra mano para no mojarla, tratando de
tocar los pececillos rojos que se persiguen en el fondo helado.
Entonces, entre la
transparencia y el azul que a trechos pinta el agua, ve el mágico reflejo
amarillo de las flores maduras, como si tocaran con sus cornos translúcidos las
ondas suaves que levanta la brisa.
Y en el aire flota un
suave perfume.
Narcisos amarillos.
No sabe el nombre de
esa flor; es la más bella que ha visto jamás.
Quisiera coger una,
pero no se atreve.
La maestra de danza ya
ha llegado y la mira desde uno de los profundos ventanales.
Roza la flor con la
punta de los dedos.
Es como un pacto que
se sella entre ambas, entre Nadia y la maravillosa flor que ha despertado en su
ser algo inefable, indeterminado y que sólo después de muchos años tomará la forma
y el nombre definitivos.
Hunde la cabeza en el
ramo de narcisos color del sol y aspira profundamente.
Esa emoción que la
embarga no es precisamente amor, más bien es amor propio, sentido del éxito,
vanidad, muy acorde con la leyenda y la fama de la flor.
- Una
fama totalmente inmerecida, historias que inventan los humanos contra nosotros;
vana, es la rosa que surge desde su tallo adusto e inelegante con alardes de
nueva rica; nosotros no, elegantes desde la base, desde el tallo grácil que
surge de la tierra, hasta la última curva estremecida de nuestros pétalos, todo
es raza y pureza en nuestro ser, y aun así, no nos exponemos, impúdicos, a las
miradas, destacándonos unos de otros, sino por el contrario, somos gregarios,
unidos, una tribu de trozos soleados de verano que ondean apretadamente y
cantamos la gloria de estar vivos. ¿Enamorados de nuestra propia imagen? ¡Cómo
podríamos! Si siempre andamos en grupos apretados y amamos, como a nosotros
mismos, a nuestros hermanos que repiten nuestro cántico silencioso.
Amadeo se inclina y
corta, al pasar, uno de los largos tallos flexibles. Lo pone en el ojal de su
traje y sube, con paso elástico, los tres anchos escalones.
-
Hermosa – saluda a Tatiana con un beso
leve en la mejilla que ella le tiende sonriente - ¿puedo robarte un par de
niñas para la nueva coreografía?
Nadia regresa de su
clase de ballet, regresa a la calleja húmeda, a la casa plomiza, al patio dónde
siempre es invierno, gris y lleno de hongos malsanos, sombrío, porque la casa
proyecta sobre él su oscuridad.
Ventanas pequeñas y
deslucidas.
Tablones medio
podridos.
De la mano de su
madre, demora un poco el paso al doblar la esquina.
No tiene prisa por
llegar.
-
¿Cómo te fue en tu primera clase?
-
El jardín tiene una fuente. Le salta el
agua desde un jarro que tiene una mujer. Y con pescaditos que se corretean en el fondo del agua. Los quise tocar y no
pude.
-
No metas las manos al agua. Te vas a
mojar la ropa.
-
Y hay unas flores amarillas. Un montón
de flores amarillas.
-
¿Serán dientes de león?
-
No, mamá, son preciosas. Son como
vasitos.
-
Bueno, apúrate que tengo que llegar a
cocinar todavía. Hoy el trabajo ha sido pesado, a una presa le dio un desmayo,
tuvimos que llamar la ambulancia, parece que está preñada, la zorra.
Las historias del
trabajo de su madre no le interesan y nunca las escucha. Hoy menos que nunca.
Hoy lleva en su
corazón el oro del arriate de narcisos reflejado en la fuente, entre los rubíes
vivos de los peces que entretejen sus juegos en el fondo, allí donde el agua es
más fría y llena de misterio.
"En esa fotografía
del día de su boda, con la cara vuelta de tres cuartos hacia mi bisabuelo que
permanece de pie con una mano posada sobre el hombro de ella, sus ojos componen
una mirada ingenua y tímida, pero eso sólo demuestra lo excelente actriz que
era ya en aquel tiempo, pese a tener apenas dieciséis años, porque siempre
estuvo poseída por una fiebre que gruñía sordamente en su interior, apenas
amordazada."
"Margarita se miró
en el espejo un tanto velado por la antigüedad en el cuarto del hotel. Era
verano y por la ventana abierta entraba un trozo de la noche saturado de
estrellas y enmarcaba su imagen blanca, vaporosa, casi irreal a fuerza de
gasas, fantasmal en esa casi luz de la lámpara atenuada por la gruesa pantalla
gris."
"Catalina había
visto esa mecedora durante muchos años, en el porche, y cuando era pequeña
intentaba vencer el balanceo y treparse a ella, sin lograrlo. Luego, cuando
estuvo lo suficientemente grande para subirse sobre ella, fue relegada al
granero donde estuvo siempre hasta entonces acumulando polvo y telas de araña.
Ahora, Margarita la había puesto junto al fuego y se mecía en ella con un ritmo
porfiado y recurrente que la dejó muda unos momentos. Cuando habló, su voz tuvo
una extraña resonancia en la sala enorme."
Los pies, calzados con esos zapatos de suela de goma, se le
resbalan por el tronco húmedo del manzano.
Ha llovido toda la madrugada y, a pesar de que el sol está
ya alto, una costra de nubes recubre el cielo y opaca la luz y la vuelve
grisácea como un vidrio levemente ahumado.
La camisa a cuadros rojos, aunque es gruesa, no basta para
mitigar el frío del viento que sube desde la costa y lo hace temblar
ligeramente mientras corta las frutas amarillas.
Son sus favoritas, las limonas,
un poco ácidas y de pulpa blanda y por eso se sube a robarlas, aunque el abuelo
se lo ha prohibido.
Que para eso están las otras, esas manzanitas duras y casi
siempre verdes.
No es que no le gusten. Sí, le gustan, con sal.
Pero sus favoritas son estas.
Y comerlas a escondidas les mejora el sabor.
Mis zapatos resbalan en el tronco húmedo y me abrazo a las
ramas para conservar el equilibrio.
Junto a mi frente,
balanceándose un poco a cada golpe del viento, un nido pequeño, redondo, con
sus pajitas entretejidas y algunas plumillas en el fondo; y sus huevitos
azules, minúsculos, como bochitas opacas.
Es un milagro que la
ventisca no lo haga volar por sobre el precipicio.
Desde aquí se ve todo.
Este es el manzano que está más cerca del límite, sobre el
promontorio que llega a la ladera abrupta que baja hasta la playa.
Desde esta rama puedo ver las oleadas furiosas que se vienen
a morir sobre la arena, mareadas de tanto rodar.
Y los bañistas en verano y ahora, que comienza el otoño,
temprano esta vez, apenas fines de febrero, unos cuantos perros que juegan con
la espuma, y un viejo que camina hundiendo sus zapatones en la arena húmeda.
Los roqueríos de borde mar.
Rocas negras y amenazantes, que, desde acá, se ven chiquitas
y hasta parece que pudiera saltar de una en otra con un solo paso, aunque de
cerca, son imponentes y temibles, altas y de bordes filudos.
Y otros con sus lomos que parecen apacibles cetáceos, pero
son resbalosos de algas y líquenes marinos.
Veo a veces a Beatriz, mi prima, que camina lentamente por
la orilla con los pies descalzos y la falda levantada mostrando los muslos a
los turistas, sobre todo cuando andan en grupo con sus amigas.
Veo los farellones de las costas de Curiñanco, negros, con
sus arbolitos retorcidos por el viento, arriba, como si fueran pelos parados de
susto y revueltos de aire.
Y los barcos, como este de ahora, que se balancea entre dos
costas, con el Morro San Carlos a la espalda y la proa hacia nosotros. Blanco,
con una raya roja.
A la distancia en que está se ve una raya. Cuando se acerque
más, podré leer en el costado “Estela”, que es su nombre.
No sé por qué a los barcos siempre tienen que ponerles
nombres de chicas. Cuando yo tenga un barco le voy a poner el nombre que yo
quiera. Le voy a poner Anselmo, como mi tío, ese que se murió antes que yo
naciera y del que se cuentan tantas historias bonitas.
Me hubiera gustado, ese tío.
Cuando sea mayor voy a ser como él, que no le tenía miedo a
nada y que se enfrentaba a los milicos y los hacía lesos como quería.
Que se enmontañó y se pasó varios días peleando por ahí, en
las colinas de la costa.
Y también puedo ver cosas que nadie más ve, como ese día que
pasó mi padre con una mujer que venía de la ciudad, que se fueron a meter en la
cueva del cerro, para ocultarse.
Después, lo he visto pasar con otras mujeres por ese mismo
rumbo.
Nunca se lo he dicho a nadie, pero desde entonces me le río
en la cara cuando me viene con sus discursitos de “esto no se hace”.
Me dan ganas de decirle que yo lo vi, que no soy un tonto,
que yo sé muy bien a qué se metió con esa rubia teñida y que luego salieron de
allí, ella primero, como si nada y arreglándose el pelo, (que traía las raíces
negras junto a las sienes), y luego él, al ratito, como si viniera del camino del
cerro, silbando una cancioncita, como si tal cosa, pero no le digo nada, por mi
madre, nada más, que la pobre se imagina que su marido es un santo, que le tocó
la lotería.
Pobre mi vieja, que se gasta las manos en lavar la ropa de
todos nosotros y en hacer mermeladas y conservas y secando yuyos, para que nos
alcance sin pasar penurias.
No le digo nada y sólo me río en su cara.
-
Este mocoso está cada vez más insolente
– maldice a media voz – le está haciendo falta una buena paliza.
Andrés, desde su rama del manzano, mordiendo a escondidas la
fruta prohibida – esas manzanas son para
hacer chicha, muchacho de moledera – observa atentamente la sombra que se
transparenta a través del vidrio no muy limpio de la ventana de la cocina.
Es su madre que está preparando una mermelada de mosqueta.
En una tela blanca, de la que asoman retazos iluminados por
el sol que entra sesgado desde la pleamar atardecida, y si embargo brillante,
reluciente porque viene doblado por su reflejo en el agua, coloca la pulpa de
la fruta cocida y molida en el gran mortero de piedra, (el pequeño sirve para
pilar el ajo, la pimienta, el ají seco, la sal cuando viene muy gruesa), y
estruja, estruja, hasta dejar finalmente un puñito de gabazo pegado a la tela.
Los brazos de Frida, desnudos hasta el codo, rubicundos y
pecosos, dan fe de su herencia alemana.
Alemanes pobres que se fueron a la costa y se hicieron
pescadores y que no se mezclan con los otros, los de la ciudad – industriales
ricos que no se codean con la plebe y jamás, por supuesto, con los nativos - pero que ostentan de igual modo sus apellidos
europeos como si les dieran alguna superioridad sobre los demás costeños.
Y sus cabellos, amarrados en la nuca, con algunos bucles
sueltos que escapan de la cinta, tienen todavía el color del cobre aunque
algunas canas empiezan a pintarse subrepticiamente.
Cuando decidió casarse con el Omar, su madre puso el grito
en el cielo.
Y tenía razón.
Eran, en realidad, la antítesis el uno del otro.
Ella, hacendosa, todo el día de arriba para abajo, lavando
ajeno para sacar el mes, haciendo mermeladas, conservas, la ropa de sus hijos,
pan amasado, mantequilla cuando la vaca daba suficiente crema.
Él, paseando su pereza por las playas, supuestamente
buscando mariscos, como si ella no supiera la clase de mariscos que solía
encontrar.
Si no fuera por los niños, que no crezcan sin padre como le
ocurre a tantos, hace tiempo que lo hubiera mandado a paseo.
Y, mientras se pincha las manos con las pelusas de la
mosqueta, piensa que nunca debió casarse con él, ni siquiera voltearlo a ver.
Pero yo estaba encaprichada con el Omar.
Más me decían y más me aferraba.
No tanto a él sino a mi derecho. Mi derecho a vivir como
quisiera, a ser libre, a que mis padres no se estuvieran siempre metiendo en
mis cosas, diciéndome que si haga que no haga.
Buena la hice.
Bonita libertad, con cinco chiquillos, con un marido flojo y
más encima gorrero.
Ahora, que ni se me acerque.
-
Yo sé de dónde vienes – le dije esa vez – ¿te crees que no lo sé? A mí
no me importa, ya no me importas.
Hubo un tiempo en que lloraba noches enteras.
Pero ya se me pasó.
Me costó abrir los ojos y ver la laya de hombre que es.
Lo bueno, es que cuando una abre los ojos ya no los vuelve a
cerrar. Cuando le pierdes el respeto a alguien, nunca vuelve, no puede, y
entonces se deja de sufrir.
Ahora sólo quiero que trabaje, y que no me toque. Sólo
quiero que no ande de flojo perdiendo el tiempo, y yo acá sacándome la mugre.
Es como ser madre soltera y más encima tener que lavarle la ropa gratis al
amante de otras.
Suerte perra la mía.
Si al menos no se hubiera dejado matar el Anselmo…
Tira, furiosa, el gabazo al tacho de la basura y toma otra
porción de pasta de rosa mosqueta.
En la cacerola va quedando la pulpa rojiza y translúcida.
Un aroma fragante sube hasta sus fosas nasales y le devuelve
el ánimo abatido por unos momentos. El exquisito dulce de mosqueta, uno de sus
favoritos, está naciendo de sus manos como un milagro.
Siente que valió la pena los pinchazos recibidos en los
dedos al recoger la fruta del seto que rodea casi todo el terreno.
La imagen de su marido y la aversión que le provoca, se
borran de su mente; piensa ahora en sus hijos; ellos se relamerán de gusto al
untar el pan del desayuno con esta rica mermelada que les ha hecho mamá.
Y sobre todo, piensa en Andrés, el menor, el conchito como dice, que no se parece en nada a su marido sino a su hermano mellizo.
Y más que nada, veo el mar, el mar enorme y sin fin, más
allá del morro, confundiendo olas y nubes, nubarrones que se transforman en
olas, olas que lanzan sus espumas hasta las nubes, en un eterno remolino que me
da vueltas y vueltas en el corazón.
Poema 2
A
vuelo de nube,
el
corazón siempre pasa lento
sobre
las cosas amadas.
La
mano de un niño ha dibujado un día
el
sol de diciembre
y
una línea azul sobre los cerros.
Los
ha dibujado para siempre.
La
infancia de túnica blanca
sólo
repliega sus alas un momento,
mientras
jugamos el juego del adulto,
el
ceño adusto y la risa cruel.
Pero
nos despierta por las noches
con
un beso en la frente
o el
pulso alocado de una pesadilla.
I
¿Es que nunca dejarán de
soplar
estos áridos vientos?
Un reloj que bate sus
horas al vacío,
un corazón pegado a las
paredes,
y las hojas del
pensamiento
barridas por la
tormenta.
¿Nada abrirá los ojos
ciegos?
¿Ninguna luz anidará
entre estas ruinosas
escamas?
Almas de pez tienen los
hombres,
almas de pez o de
esponja,
o de pulpos,
o de mariscos muertos
abiertos en la playa.
Jacqueline Sellan Bodin
Cuando me
trajeron desde España, acostumbrado que estaba a las inmensidades de la mar
océana, me extravié en el dédalo de canales entre las lluviosas islas, tan
distintas de mis costas amadas y perdidas para siempre.
Encandilado por
las luces que de noche encienden sus habitantes, intento atracar en los
puertos, sin éxito.
Y, cuando llega
el día, la bruma del mar me duerme y creo que desaparezco, hasta que el soplo
del viento nocturno me devuelve a la vida.
Cargado de
fantasmas, dando vueltas incesantes frente a las intrincadas costas, me ven pasar
los isleños con el corazón helado por el espanto.
Y ahí estaba,
con su veladura brillando de luz lunar, rielando las olas, y los marineros
intentando echar el ancla por sobre la borda húmeda de la lluvia reciente,
frente al muelle de Dalcahue.
Yo lo miraba
desde arriba, desde la última ventana, la de la buhardilla.
Acostumbraba
subir por la desvencijada escalera – a pesar de las prohibiciones – apenas me
quedaba sola en la casa y las veces que mi madre se tardaba en llegar por culpa
del trabajo, que desde que mi papi murió ella heredó de ir a poner inyecciones
y cuidar moribundos.
Desde allí
podía verla aparecer a la vuelta de la esquina, y entonces alcanzaba, de una
carrera, a llegar a mi cuarto y meterme en la cama.
¿Ya estás
dormida? – preguntaría – y entonces yo fingiría despertarme y al estirarme para
echarle los brazos al cuello, ahogaría un bostezo, de verdad ese sí, porque ya
sería muy tarde y tendría sueño.
Pero esa vez no la vi a ella, sino a ese alto velamen de escarcha, brillante bajo la luna recién salida en un claro entre las nubes, y vi al marinero que echaba al mar la chalupa y remaba hasta la costa. (fragmento)
I
La mano que me recogió cuando me caí del nido es la
misma que trata de darme esta cosa blanca que no conozco. Es líquida. Se
desliza por mi lengua. No es mala. Para ser sincero, es muy buena. Esa mano
pertenece a un ser muy grande. Nunca había visto un ser tan grande. En realidad
nunca lo veo entero, veo pedazos: su mano, su ojo, su pelo. Ahora es su mano
con una brizna de pasto y esa gota blanca. Mis padres nunca me habían dado algo
así. Aunque de todos modos los echo de menos.
II
Hace ya dos puestas de sol que este ser me alimenta. A
veces con esa gota blanca, a veces con unos pedacitos también blancos. Hace
sonidos: “Come tu pancito”. No puedo repetirlos. Echo de menos a mis padres y a
mis hermanitos, aunque ya no tanto como la primera vez. La comida que me da es
muy rica. Ya me acostumbré a ella, y casi no me dan miedo ni su tamaño ni los
sonidos raros y diferentes que hace.
III
Hoy me puso sobre su dedo y me hizo saltar sobre la
mesa. “Vuela, vuela”. Creo que ese canto
significa que debo mover las alas. Las muevo desordenadamente. A veces logro moverlas en forma coordinada y entonces
el aire me sostiene. Es una sensación maravillosa, de libertad, de fuerza. Es
algo nuevo y a la vez me parece tan conocido.
IV
Hoy el aire me sostuvo y me llevó consigo muy arriba,
hasta el hombro de ese ser, donde me pude posar y acariciarle la cara con mi
cabeza. “Vuela, hermoso, vuela” me dice, y me lleva entre sus manos abiertas
hasta el árbol grande, ese donde estaba mi nido. Pero ya mis padres se han ido
y mis hermanitos con ellos. Me eleva hasta una rama y me deposita en ella.
“Vuela, precioso, vuela”. Abro mis alas y esta vez el viento me alza hasta
tocar el cielo, y todo es tan hermoso que canto desde mi corazón, desde el
centro de mis plumas. Vuelo, vuelo por sobre su cabeza, miro desde arriba su
sonrisa feliz y comprendo. ¡Adiós! le grito y me alejo bailando en medio de las
nubes. Y a pesar de la alegría que siento, sé que a veces echaré de menos sus
manos, su canto y esas gotas blancas que me alimentaron hasta que pude volar.
Jacqueline Sellan Bodin.
"La gota blanca" aparece en la antología de cuentos y relatos de autores latinoamericanos, publicada por Alan Eduardo Carrillo Cenicero en el 2024.
El olivo (cuento) En esa silla se ha vuelto a sentar. Hace una eternidad, le parece, su existencia no tiene otro objeto que el de sentar...