La palabra escrita nos sitúa en la eternidad.

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sábado, 26 de octubre de 2024

 

Martita

(novela)

Jacqueline Sellan Bodin


"Y, además, para que no resintiera la partida de sus padres, le había comprado una muñeca, una de esas peponas de trapo que estuvieron de moda en los setenta, de piernas interminables y ojos inmensos como lagos, con largas pestañas y pecas bordadas en las mejillas." (fragmento)



sábado, 19 de octubre de 2024

 


El vidrio empañado.

(Novela)

Jacqueline Sellan Bodin




"Los paseos de arena blanca bordeados de rosales que unen sus ramas superiores formando un arco oloroso y umbrío, el muro donde las madreselvas trepan asomando por el otro lado de la cerca, la lila florecida prolongando el cielo lila en el jardín y, detrás de la casa, la ramazón frondosa del pino, el banco de madera rústica donde Catalina la arrullaba entre sus brazos, así como anteriormente había arrullado a su madre, el tilo con su juego de pájaros y de viento y más allá las azaleas y el Dafne oloroso y mágico, lleno de presagios y de botones rosa, Amalia aspira el olor del jardín que abre el abanico de su primavera y alza su danza de aromas hacia el cielo, hacia el espacio sin forma donde todo vaga y se pierde; en la tierra que sangra en heridas multicolores, Amalia respira el olor del jardín abierto como un cuerpo entregado al amor, Amalia pasea por el jardín tan distinto de la casa, tan otro mundo, el único mundo en el que Amalia se atreve a ser Amalia.

......"

 (Fragmento)



miércoles, 16 de octubre de 2024

 Los ojos de Aquello.

(novela)

Jacqueline Sellan Bodin


I.


Se alisa el cuello de piel de zorro.

 

Seguro que no es ni zorro, más parece de liebre esa cuestión, o ratón, sí, piel de guarén, como si no supiéramos todos de donde viene, si yo la conocí del tiempo en que su madre vendía sopaipas en la calle para llenar el puchero cuando la dejó el marido, claro que la iba a dejar, todos lo sabíamos, si estaba más flaca que un palo de escoba, una escoba parecía, pero patas pa’rriba, un greñero de estopa, tieso – y rubio a fuerza de agua oxigenada – aunque la cara de india no se la despintaba con nada, y de cuerpo, nada, puro hueso, un esqueleto era, que con tanto chiquillo como paría, uno por año –  parecía coneja – como no iba a estar acabada, y qué gusto le iba a encontrar un hombre a una escoba, así le dije yo a la Filo, si es normal que se juera con la mocosa esa, que salía todas las tardes con su delantal del colegio amarrado a la cintura con las mangas, una cría de liceo, unos diecisiete tendría a todo dar, le jue bien fácil llevárselo a una pieza que estuvieron arrendando, por acá arriba, cerca de la Corvi, una casa vieja que ya la derrumbaron, pero en ese tiempo arrendaban piezas, cuando se puso tan difícil todo durante la dictadura, el señor se quedó sin trabajo, que era profe de la universidad, que dicen que era medio rogelio, así que lo echaron y ya no pudo encontrar trabajo, la señora era enfermera, y quién sabe qué tuvo que hacer pa’ que la dejen trabajar, que dicen que el jefe del hospital era un viejo verde;  por eso no se murieron de hambre, pero tuvieron que empezar a rentar piezas, que esa tremenda casona era muy cara de mantener. Si en pura luz ¡cuánto pagarían!  Ahí es que se jueron a vivir, casi en la misma cara de su mujer y su chorrera de hijos. Como siete tenían. Todos menores de diez y ella era la mayor de las niñas, la Cipriana; si no la voy a conocer; andaba a pata pelá, que no ven que en esos años los zapatos costaban caro, si no cualquiera tenía, y todos mocosientos y llenos de piojos. Después se sacó esa beca y estudió pa’ maestra, que era la carrera más barata. Y durante años ayudó a criar a sus hermanos menores, pa’ que se eduquen también, si hasta eso hay que reconocerle, que se portó bien con su familia. Y en ese tiempo los maestros primarios tenían un sueldo de mierda. Así que ella se jue pal sur, que allí pagaban el doble, y a los pocos años ya hasta coche tenía. No más se volvió pa’ Valdivia –  que parece que la nostalgia del río la tiraba – y sacó a su madre de la casucha de beneficencia donde vivía y la llevó con ella a Huacho-Copihue.

Y entonces se encontró a ese fulano que viene de Argentina, dicen que se dedica al contrabando, yo qué sé, ni me importa, yo no vivo de lo que hacen o no hacen los demás, que hagan lo que quieran, total, si no me quiere saludar, que no me salude, no más que no se olvide que yo la conocí cuando andaba a pata pelá, que no venga conmigo a hacerse la levantá de raja. (fragmento)


 

lunes, 14 de octubre de 2024

 Narcisos Amarillos

(Novela)


Jacqueline Sellan Bodin









Capítulo I



Nunca había visto nada tan bello.

Porque en su casa, el patio tenía anchos pedruscos hundidos en el barro en torno a los cuales se apelotonaba un pasto duro e hirsuto crecido a fuerza de lavazas.

Allí, en una tina de madera - ya verde de musgo por las orillas - hecha con un antiguo barril cortado por la mitad, su madre lavaba, a golpes de escobilla de esparto, con las manos enrojecidas por el hielo del agua y los dedos nudosos por la artritis.

Allí, junto a un escuálido ciruelo, dormía ovillado el gato atigrado, sobre una mata de romazas.

El cercado hecho de tablones, ya desde tiempo podridos por las intemperies, aportaba su tristeza negra, sobre todo los días nublados, y todo el patio parecía de luto.

En este jardín, en cambio, el sol, reflejado en el agua, pinta sobre la fuente de piedra destellos de plata.

Nadia se inclina y mete la mano en el estanque e intenta tocar uno de los pececitos rojos que juegan en el fondo a perseguirse.

Su reflejo resquebrajado repite su gesto en negativo.

Desde detrás de la fuente, y como un amanecer contra la noche verde oscuro del seto de cipreses, la envuelve en su aureola el arriate de narcisos amarillos.

Parecen cientos de pequeñas copas de oro, vajilla de duendes, bailarinas saludando después del último aplauso, mariposas antes de emprender el vuelo.

Una emoción la embarga, desconocida.

Eran los sueños que se despertaban, ilusiones que no conocían de límites, deseos de infinito y de plenitud radiante.

 

Hunde la cara en el ramo de narcisos, amarillos, olorosos, con el mismo olor de su infancia, y le parece estar de nuevo junto a la fuente en el jardín de la escuela de danza.

 

Plié, un, deux, plié, un, deux, plié…

 

La voz de la maestra, rítmica, monótona.

La tarde de estío, que asoma a través de los ventanales, reflejada en los espejos: la fuente de piedra - un trozo de ella - y los narcisos.

Exuberantes.

Felices.

Temblando su oro al vientecillo que gira alrededor del chorro de agua.

 

Ahora no recuerda bien como eran sus sensaciones: había sonreído a la muchacha de granito, con su jarrón lleno que se vaciaba sin cesar; y los rayos del sol rebotaban sobre las curvas del recipiente y las de la joven, drapeada, ligera, casi de luz y de sombra; por cierto le llamó la atención el porte altivo y el cuello elegante.

Ahora no recuerda tan claramente sus impresiones, aunque sí lo que sintió al ver los narcisos.

Esos siempre son los mismos, en el jardín como en el ramo que ahora abraza contra su pecho, llena de una emoción nueva y antigua, que no es amor a menos que sea amor propio.

La niña mira la fuente de piedra, pasa su mano pequeña por el borde húmedo, aspira el olor de las minúsculas gotas, casi de niebla, que salpican el aire, sumerge en el líquido frío su brazo sujetando la manga con la otra mano para no mojarla, tratando de tocar los pececillos rojos que se persiguen en el fondo helado.

Entonces, entre la transparencia y el azul que a trechos pinta el agua, ve el mágico reflejo amarillo de las flores maduras, como si tocaran con sus cornos translúcidos las ondas suaves que levanta la brisa.

Y en el aire flota un suave perfume.

Narcisos amarillos.

No sabe el nombre de esa flor; es la más bella que ha visto jamás.

Quisiera coger una, pero no se atreve.

La maestra de danza ya ha llegado y la mira desde uno de los profundos ventanales.

Roza la flor con la punta de los dedos.

Es como un pacto que se sella entre ambas, entre Nadia y la maravillosa flor que ha despertado en su ser algo inefable, indeterminado y que sólo después de muchos años tomará la forma y el nombre definitivos.

 

Hunde la cabeza en el ramo de narcisos color del sol y aspira profundamente.

Esa emoción que la embarga no es precisamente amor, más bien es amor propio, sentido del éxito, vanidad, muy acorde con la leyenda y la fama de la flor.

-      Una fama totalmente inmerecida, historias que inventan los humanos contra nosotros; vana, es la rosa que surge desde su tallo adusto e inelegante con alardes de nueva rica; nosotros no, elegantes desde la base, desde el tallo grácil que surge de la tierra, hasta la última curva estremecida de nuestros pétalos, todo es raza y pureza en nuestro ser, y aun así, no nos exponemos, impúdicos, a las miradas, destacándonos unos de otros, sino por el contrario, somos gregarios, unidos, una tribu de trozos soleados de verano que ondean apretadamente y cantamos la gloria de estar vivos. ¿Enamorados de nuestra propia imagen? ¡Cómo podríamos! Si siempre andamos en grupos apretados y amamos, como a nosotros mismos, a nuestros hermanos que repiten nuestro cántico silencioso.

 

Amadeo se inclina y corta, al pasar, uno de los largos tallos flexibles. Lo pone en el ojal de su traje y sube, con paso elástico, los tres anchos escalones.

-         Hermosa – saluda a Tatiana con un beso leve en la mejilla que ella le tiende sonriente - ¿puedo robarte un par de niñas para la nueva coreografía?

 

Nadia regresa de su clase de ballet, regresa a la calleja húmeda, a la casa plomiza, al patio dónde siempre es invierno, gris y lleno de hongos malsanos, sombrío, porque la casa proyecta sobre él su oscuridad.

Ventanas pequeñas y deslucidas.

Tablones medio podridos.

De la mano de su madre, demora un poco el paso al doblar la esquina.

No tiene prisa por llegar.

-         ¿Cómo te fue en tu primera clase?

-         El jardín tiene una fuente. Le salta el agua desde un jarro que tiene una mujer. Y con pescaditos que se corretean  en el fondo del agua. Los quise tocar y no pude.

-         No metas las manos al agua. Te vas a mojar la ropa.

-         Y hay unas flores amarillas. Un montón de flores amarillas.

-         ¿Serán dientes de león?

-         No, mamá, son preciosas. Son como vasitos.

-         Bueno, apúrate que tengo que llegar a cocinar todavía. Hoy el trabajo ha sido pesado, a una presa le dio un desmayo, tuvimos que llamar la ambulancia, parece que está preñada, la zorra.

Las historias del trabajo de su madre no le interesan y nunca las escucha. Hoy menos que nunca.

Hoy lleva en su corazón el oro del arriate de narcisos reflejado en la fuente, entre los rubíes vivos de los peces que entretejen sus juegos en el fondo, allí donde el agua es más fría y llena de misterio. 





domingo, 13 de octubre de 2024


El vidrio empañado

(novela, fragmentos)




"En esa fotografía del día de su boda, con la cara vuelta de tres cuartos hacia mi bisabuelo que permanece de pie con una mano posada sobre el hombro de ella, sus ojos componen una mirada ingenua y tímida, pero eso sólo demuestra lo excelente actriz que era ya en aquel tiempo, pese a tener apenas dieciséis años, porque siempre estuvo poseída por una fiebre que gruñía sordamente en su interior, apenas amordazada."





"Margarita se miró en el espejo un tanto velado por la antigüedad en el cuarto del hotel. Era verano y por la ventana abierta entraba un trozo de la noche saturado de estrellas y enmarcaba su imagen blanca, vaporosa, casi irreal a fuerza de gasas, fantasmal en esa casi luz de la lámpara atenuada por la gruesa pantalla gris."



"Catalina había visto esa mecedora durante muchos años, en el porche, y cuando era pequeña intentaba vencer el balanceo y treparse a ella, sin lograrlo. Luego, cuando estuvo lo suficientemente grande para subirse sobre ella, fue relegada al granero donde estuvo siempre hasta entonces acumulando polvo y telas de araña. Ahora, Margarita la había puesto junto al fuego y se mecía en ella con un ritmo porfiado y recurrente que la dejó muda unos momentos. Cuando habló, su voz tuvo una extraña resonancia en la sala enorme."




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 Desde el manzano.

(Novela)
Jacqueline Sellan Bodin



I.A.


Uno


Los pies, calzados con esos zapatos de suela de goma, se le resbalan por el tronco húmedo del manzano.

Ha llovido toda la madrugada y, a pesar de que el sol está ya alto, una costra de nubes recubre el cielo y opaca la luz y la vuelve grisácea como un vidrio levemente ahumado.

La camisa a cuadros rojos, aunque es gruesa, no basta para mitigar el frío del viento que sube desde la costa y lo hace temblar ligeramente mientras corta las frutas amarillas.

Son sus favoritas, las limonas, un poco ácidas y de pulpa blanda y por eso se sube a robarlas, aunque el abuelo se lo ha prohibido.

Que para eso están las otras, esas manzanitas duras y casi siempre verdes.

No es que no le gusten. Sí, le gustan, con sal.

Pero sus favoritas son estas.

Y comerlas a escondidas les mejora el sabor.

 

Mis zapatos resbalan en el tronco húmedo y me abrazo a las ramas para conservar el equilibrio.

Junto a mi frente, balanceándose un poco a cada golpe del viento, un nido pequeño, redondo, con sus pajitas entretejidas y algunas plumillas en el fondo; y sus huevitos azules, minúsculos, como bochitas opacas.

Es un milagro que la ventisca no lo haga volar por sobre el precipicio.

Desde aquí se ve todo.

Este es el manzano que está más cerca del límite, sobre el promontorio que llega a la ladera abrupta que baja hasta la playa.

Desde esta rama puedo ver las oleadas furiosas que se vienen a morir sobre la arena, mareadas de tanto rodar.

Y los bañistas en verano y ahora, que comienza el otoño, temprano esta vez, apenas fines de febrero, unos cuantos perros que juegan con la espuma, y un viejo que camina hundiendo sus zapatones en la arena húmeda.

Los roqueríos de borde mar.

Rocas negras y amenazantes, que, desde acá, se ven chiquitas y hasta parece que pudiera saltar de una en otra con un solo paso, aunque de cerca, son imponentes y temibles, altas y de bordes filudos.

Y otros con sus lomos que parecen apacibles cetáceos, pero son resbalosos de algas y líquenes marinos.

Veo a veces a Beatriz, mi prima, que camina lentamente por la orilla con los pies descalzos y la falda levantada mostrando los muslos a los turistas, sobre todo cuando andan en grupo con sus amigas.

Veo los farellones de las costas de Curiñanco, negros, con sus arbolitos retorcidos por el viento, arriba, como si fueran pelos parados de susto y revueltos de aire.

Y los barcos, como este de ahora, que se balancea entre dos costas, con el Morro San Carlos a la espalda y la proa hacia nosotros. Blanco, con una raya roja.

A la distancia en que está se ve una raya. Cuando se acerque más, podré leer en el costado “Estela”, que es su nombre.

No sé por qué a los barcos siempre tienen que ponerles nombres de chicas. Cuando yo tenga un barco le voy a poner el nombre que yo quiera. Le voy a poner Anselmo, como mi tío, ese que se murió antes que yo naciera y del que se cuentan tantas historias bonitas.

Me hubiera gustado, ese tío.

Cuando sea mayor voy a ser como él, que no le tenía miedo a nada y que se enfrentaba a los milicos y los hacía lesos como quería.

Que se enmontañó y se pasó varios días peleando por ahí, en las colinas de la costa.

 

Y también puedo ver cosas que nadie más ve, como ese día que pasó mi padre con una mujer que venía de la ciudad, que se fueron a meter en la cueva del cerro, para ocultarse.

Después, lo he visto pasar con otras mujeres por ese mismo rumbo.

Nunca se lo he dicho a nadie, pero desde entonces me le río en la cara cuando me viene con sus discursitos de “esto no se hace”.

Me dan ganas de decirle que yo lo vi, que no soy un tonto, que yo sé muy bien a qué se metió con esa rubia teñida y que luego salieron de allí, ella primero, como si nada y arreglándose el pelo, (que traía las raíces negras junto a las sienes), y luego él, al ratito, como si viniera del camino del cerro, silbando una cancioncita, como si tal cosa, pero no le digo nada, por mi madre, nada más, que la pobre se imagina que su marido es un santo, que le tocó la lotería.

Pobre mi vieja, que se gasta las manos en lavar la ropa de todos nosotros y en hacer mermeladas y conservas y secando yuyos, para que nos alcance sin pasar penurias.

No le digo nada y sólo me río en su cara.

-          Este mocoso está cada vez más insolente – maldice a media voz – le está haciendo falta una buena paliza.

 

Andrés, desde su rama del manzano, mordiendo a escondidas la fruta prohibida –  esas manzanas son para hacer chicha, muchacho de moledera – observa atentamente la sombra que se transparenta a través del vidrio no muy limpio de la ventana de la cocina.

Es su madre que está preparando una mermelada de mosqueta.

En una tela blanca, de la que asoman retazos iluminados por el sol que entra sesgado desde la pleamar atardecida, y si embargo brillante, reluciente porque viene doblado por su reflejo en el agua, coloca la pulpa de la fruta cocida y molida en el gran mortero de piedra, (el pequeño sirve para pilar el ajo, la pimienta, el ají seco, la sal cuando viene muy gruesa), y estruja, estruja, hasta dejar finalmente un puñito de gabazo pegado a la tela.

Los brazos de Frida, desnudos hasta el codo, rubicundos y pecosos, dan fe de su herencia alemana.

Alemanes pobres que se fueron a la costa y se hicieron pescadores y que no se mezclan con los otros, los de la ciudad – industriales ricos que no se codean con la plebe  y jamás, por supuesto, con los nativos  -  pero que ostentan de igual modo sus apellidos europeos como si les dieran alguna superioridad sobre los demás costeños.

Y sus cabellos, amarrados en la nuca, con algunos bucles sueltos que escapan de la cinta, tienen todavía el color del cobre aunque algunas canas empiezan a pintarse subrepticiamente.

Cuando decidió casarse con el Omar, su madre puso el grito en el cielo.

Y tenía razón.

Eran, en realidad, la antítesis el uno del otro.

Ella, hacendosa, todo el día de arriba para abajo, lavando ajeno para sacar el mes, haciendo mermeladas, conservas, la ropa de sus hijos, pan amasado, mantequilla cuando la vaca daba suficiente crema.

Él, paseando su pereza por las playas, supuestamente buscando mariscos, como si ella no supiera la clase de mariscos que solía encontrar.

Si no fuera por los niños, que no crezcan sin padre como le ocurre a tantos, hace tiempo que lo hubiera mandado a paseo.

Y, mientras se pincha las manos con las pelusas de la mosqueta, piensa que nunca debió casarse con él, ni siquiera voltearlo a ver.

Pero yo estaba encaprichada con el Omar.

Más me decían y más me aferraba.

No tanto a él sino a mi derecho. Mi derecho a vivir como quisiera, a ser libre, a que mis padres no se estuvieran siempre metiendo en mis cosas, diciéndome que si haga que no haga.

Buena la hice.

Bonita libertad, con cinco chiquillos, con un marido flojo y más encima gorrero.

Ahora, que ni se me acerque.

-          Yo sé de dónde vienes –  le dije esa vez – ¿te crees que no lo sé? A mí no me importa, ya  no me importas. 

Hubo un tiempo en que lloraba noches enteras.

Pero ya se me pasó.

Me costó abrir los ojos y ver la laya de hombre que es.

Lo bueno, es que cuando una abre los ojos ya no los vuelve a cerrar. Cuando le pierdes el respeto a alguien, nunca vuelve, no puede, y entonces se deja de sufrir.

Ahora sólo quiero que trabaje, y que no me toque. Sólo quiero que no ande de flojo perdiendo el tiempo, y yo acá sacándome la mugre. Es como ser madre soltera y más encima tener que lavarle la ropa gratis al amante de otras.

Suerte perra la mía.

Si al menos no se hubiera dejado matar el Anselmo…

Tira, furiosa, el gabazo al tacho de la basura y toma otra porción de pasta de rosa mosqueta.

En la cacerola va quedando la pulpa rojiza y translúcida.

Un aroma fragante sube hasta sus fosas nasales y le devuelve el ánimo abatido por unos momentos. El exquisito dulce de mosqueta, uno de sus favoritos, está naciendo de sus manos como un milagro.

Siente que valió la pena los pinchazos recibidos en los dedos al recoger la fruta del seto que rodea casi todo el terreno.

La imagen de su marido y la aversión que le provoca, se borran de su mente; piensa ahora en sus hijos; ellos se relamerán de gusto al untar el pan del desayuno con esta rica mermelada que les ha hecho mamá.

Y sobre todo, piensa en Andrés, el menor, el conchito como dice, que no se parece en nada a su marido sino a su hermano mellizo.

Y más que nada, veo el mar, el mar enorme y sin fin, más allá del morro, confundiendo olas y nubes, nubarrones que se transforman en olas, olas que lanzan sus espumas hasta las nubes, en un eterno remolino que me da vueltas y vueltas en el corazón.

(Primer capítulo)


Portada. Diseño: Natalia H. Sellan.


 


sábado, 12 de octubre de 2024

 



I.A.



Poema 2



A vuelo de nube,

el corazón siempre pasa lento

sobre las cosas amadas.

La mano de un niño ha dibujado un día

el sol de diciembre

y una línea azul sobre los cerros.

Los ha dibujado para siempre.

La infancia de túnica blanca

sólo repliega sus alas un momento,

mientras jugamos el juego del adulto,

el ceño adusto y la risa cruel.

Pero nos despierta por las noches

con un beso en la frente

o el pulso alocado de una pesadilla.

   Jacqueline Sellan Bodin





 


Almas de pez.

(poemario)


I


¿Es que nunca dejarán de soplar

estos áridos vientos?

Un reloj que bate sus horas al vacío,

un corazón pegado a las paredes,

y las hojas del pensamiento

barridas por la tormenta.

¿Nada abrirá los ojos ciegos?

¿Ninguna luz anidará

entre estas ruinosas escamas?

Almas de pez tienen los hombres,

almas de pez o de esponja,

o de pulpos,

o de mariscos muertos

abiertos en la playa.


Jacqueline Sellan Bodin


I.A.




viernes, 11 de octubre de 2024

 EL OLOR DE LA SAL

(NOVELA)

Jacqueline Sellan Bodin



Pintura de Natalia H. Sellan. Tinta china.



1

 

 

Cuando me trajeron desde España, acostumbrado que estaba a las inmensidades de la mar océana, me extravié en el dédalo de canales entre las lluviosas islas, tan distintas de mis costas amadas y perdidas para siempre.

Encandilado por las luces que de noche encienden sus habitantes, intento atracar en los puertos, sin éxito.

Y, cuando llega el día, la bruma del mar me duerme y creo que desaparezco, hasta que el soplo del viento nocturno me devuelve a la vida.

Cargado de fantasmas, dando vueltas incesantes frente a las intrincadas costas, me ven pasar los isleños con el corazón helado por el espanto.

 

Y ahí estaba, con su veladura brillando de luz lunar, rielando las olas, y los marineros intentando echar el ancla por sobre la borda húmeda de la lluvia reciente, frente al muelle de Dalcahue.

Yo lo miraba desde arriba, desde la última ventana, la de la buhardilla.

Acostumbraba subir por la desvencijada escalera – a pesar de las prohibiciones – apenas me quedaba sola en la casa y las veces que mi madre se tardaba en llegar por culpa del trabajo, que desde que mi papi murió ella heredó de ir a poner inyecciones y cuidar moribundos.

Desde allí podía verla aparecer a la vuelta de la esquina, y entonces alcanzaba, de una carrera, a llegar a mi cuarto y meterme en la cama.

¿Ya estás dormida? – preguntaría – y entonces yo fingiría despertarme y al estirarme para echarle los brazos al cuello, ahogaría un bostezo, de verdad ese sí, porque ya sería muy tarde y tendría sueño.

Pero esa vez no la vi a ella, sino a ese alto velamen de escarcha, brillante bajo la luna recién salida en un claro entre las nubes, y vi al marinero que echaba al mar la chalupa y remaba hasta la costa. (fragmento)



jueves, 10 de octubre de 2024

 



 

La gota blanca 

(cuento)

 

 

I

 

La mano que me recogió cuando me caí del nido es la misma que trata de darme esta cosa blanca que no conozco. Es líquida. Se desliza por mi lengua. No es mala. Para ser sincero, es muy buena. Esa mano pertenece a un ser muy grande. Nunca había visto un ser tan grande. En realidad nunca lo veo entero, veo pedazos: su mano, su ojo, su pelo. Ahora es su mano con una brizna de pasto y esa gota blanca. Mis padres nunca me habían dado algo así. Aunque de todos modos los echo de menos.

 

II

 

Hace ya dos puestas de sol que este ser me alimenta. A veces con esa gota blanca, a veces con unos pedacitos también blancos. Hace sonidos: “Come tu pancito”. No puedo repetirlos. Echo de menos a mis padres y a mis hermanitos, aunque ya no tanto como la primera vez. La comida que me da es muy rica. Ya me acostumbré a ella, y casi no me dan miedo ni su tamaño ni los sonidos raros y diferentes que hace.

 

III

 

Hoy me puso sobre su dedo y me hizo saltar sobre la mesa. “Vuela, vuela”.  Creo que ese canto significa que debo mover las alas. Las muevo desordenadamente. A veces  logro moverlas en forma coordinada y entonces el aire me sostiene. Es una sensación maravillosa, de libertad, de fuerza. Es algo nuevo y a la vez me parece tan conocido.

 

IV

 

Hoy el aire me sostuvo y me llevó consigo muy arriba, hasta el hombro de ese ser, donde me pude posar y acariciarle la cara con mi cabeza. “Vuela, hermoso, vuela” me dice, y me lleva entre sus manos abiertas hasta el árbol grande, ese donde estaba mi nido. Pero ya mis padres se han ido y mis hermanitos con ellos. Me eleva hasta una rama y me deposita en ella. “Vuela, precioso, vuela”. Abro mis alas y esta vez el viento me alza hasta tocar el cielo, y todo es tan hermoso que canto desde mi corazón, desde el centro de mis plumas. Vuelo, vuelo por sobre su cabeza, miro desde arriba su sonrisa feliz y comprendo. ¡Adiós! le grito y me alejo bailando en medio de las nubes. Y a pesar de la alegría que siento, sé que a veces echaré de menos sus manos, su canto y esas gotas blancas que me alimentaron hasta que pude volar.

Jacqueline Sellan Bodin.


"La gota blanca" aparece en la antología de cuentos y relatos de autores latinoamericanos, publicada por Alan Eduardo Carrillo Cenicero en el 2024. 




 

  El olivo (cuento) En esa silla se ha vuelto a sentar. Hace una eternidad, le parece, su existencia no tiene otro objeto que el de sentar...