La palabra escrita nos sitúa en la eternidad.

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lunes, 14 de octubre de 2024

 Narcisos Amarillos

(Novela)


Jacqueline Sellan Bodin









Capítulo I



Nunca había visto nada tan bello.

Porque en su casa, el patio tenía anchos pedruscos hundidos en el barro en torno a los cuales se apelotonaba un pasto duro e hirsuto crecido a fuerza de lavazas.

Allí, en una tina de madera - ya verde de musgo por las orillas - hecha con un antiguo barril cortado por la mitad, su madre lavaba, a golpes de escobilla de esparto, con las manos enrojecidas por el hielo del agua y los dedos nudosos por la artritis.

Allí, junto a un escuálido ciruelo, dormía ovillado el gato atigrado, sobre una mata de romazas.

El cercado hecho de tablones, ya desde tiempo podridos por las intemperies, aportaba su tristeza negra, sobre todo los días nublados, y todo el patio parecía de luto.

En este jardín, en cambio, el sol, reflejado en el agua, pinta sobre la fuente de piedra destellos de plata.

Nadia se inclina y mete la mano en el estanque e intenta tocar uno de los pececitos rojos que juegan en el fondo a perseguirse.

Su reflejo resquebrajado repite su gesto en negativo.

Desde detrás de la fuente, y como un amanecer contra la noche verde oscuro del seto de cipreses, la envuelve en su aureola el arriate de narcisos amarillos.

Parecen cientos de pequeñas copas de oro, vajilla de duendes, bailarinas saludando después del último aplauso, mariposas antes de emprender el vuelo.

Una emoción la embarga, desconocida.

Eran los sueños que se despertaban, ilusiones que no conocían de límites, deseos de infinito y de plenitud radiante.

 

Hunde la cara en el ramo de narcisos, amarillos, olorosos, con el mismo olor de su infancia, y le parece estar de nuevo junto a la fuente en el jardín de la escuela de danza.

 

Plié, un, deux, plié, un, deux, plié…

 

La voz de la maestra, rítmica, monótona.

La tarde de estío, que asoma a través de los ventanales, reflejada en los espejos: la fuente de piedra - un trozo de ella - y los narcisos.

Exuberantes.

Felices.

Temblando su oro al vientecillo que gira alrededor del chorro de agua.

 

Ahora no recuerda bien como eran sus sensaciones: había sonreído a la muchacha de granito, con su jarrón lleno que se vaciaba sin cesar; y los rayos del sol rebotaban sobre las curvas del recipiente y las de la joven, drapeada, ligera, casi de luz y de sombra; por cierto le llamó la atención el porte altivo y el cuello elegante.

Ahora no recuerda tan claramente sus impresiones, aunque sí lo que sintió al ver los narcisos.

Esos siempre son los mismos, en el jardín como en el ramo que ahora abraza contra su pecho, llena de una emoción nueva y antigua, que no es amor a menos que sea amor propio.

La niña mira la fuente de piedra, pasa su mano pequeña por el borde húmedo, aspira el olor de las minúsculas gotas, casi de niebla, que salpican el aire, sumerge en el líquido frío su brazo sujetando la manga con la otra mano para no mojarla, tratando de tocar los pececillos rojos que se persiguen en el fondo helado.

Entonces, entre la transparencia y el azul que a trechos pinta el agua, ve el mágico reflejo amarillo de las flores maduras, como si tocaran con sus cornos translúcidos las ondas suaves que levanta la brisa.

Y en el aire flota un suave perfume.

Narcisos amarillos.

No sabe el nombre de esa flor; es la más bella que ha visto jamás.

Quisiera coger una, pero no se atreve.

La maestra de danza ya ha llegado y la mira desde uno de los profundos ventanales.

Roza la flor con la punta de los dedos.

Es como un pacto que se sella entre ambas, entre Nadia y la maravillosa flor que ha despertado en su ser algo inefable, indeterminado y que sólo después de muchos años tomará la forma y el nombre definitivos.

 

Hunde la cabeza en el ramo de narcisos color del sol y aspira profundamente.

Esa emoción que la embarga no es precisamente amor, más bien es amor propio, sentido del éxito, vanidad, muy acorde con la leyenda y la fama de la flor.

-      Una fama totalmente inmerecida, historias que inventan los humanos contra nosotros; vana, es la rosa que surge desde su tallo adusto e inelegante con alardes de nueva rica; nosotros no, elegantes desde la base, desde el tallo grácil que surge de la tierra, hasta la última curva estremecida de nuestros pétalos, todo es raza y pureza en nuestro ser, y aun así, no nos exponemos, impúdicos, a las miradas, destacándonos unos de otros, sino por el contrario, somos gregarios, unidos, una tribu de trozos soleados de verano que ondean apretadamente y cantamos la gloria de estar vivos. ¿Enamorados de nuestra propia imagen? ¡Cómo podríamos! Si siempre andamos en grupos apretados y amamos, como a nosotros mismos, a nuestros hermanos que repiten nuestro cántico silencioso.

 

Amadeo se inclina y corta, al pasar, uno de los largos tallos flexibles. Lo pone en el ojal de su traje y sube, con paso elástico, los tres anchos escalones.

-         Hermosa – saluda a Tatiana con un beso leve en la mejilla que ella le tiende sonriente - ¿puedo robarte un par de niñas para la nueva coreografía?

 

Nadia regresa de su clase de ballet, regresa a la calleja húmeda, a la casa plomiza, al patio dónde siempre es invierno, gris y lleno de hongos malsanos, sombrío, porque la casa proyecta sobre él su oscuridad.

Ventanas pequeñas y deslucidas.

Tablones medio podridos.

De la mano de su madre, demora un poco el paso al doblar la esquina.

No tiene prisa por llegar.

-         ¿Cómo te fue en tu primera clase?

-         El jardín tiene una fuente. Le salta el agua desde un jarro que tiene una mujer. Y con pescaditos que se corretean  en el fondo del agua. Los quise tocar y no pude.

-         No metas las manos al agua. Te vas a mojar la ropa.

-         Y hay unas flores amarillas. Un montón de flores amarillas.

-         ¿Serán dientes de león?

-         No, mamá, son preciosas. Son como vasitos.

-         Bueno, apúrate que tengo que llegar a cocinar todavía. Hoy el trabajo ha sido pesado, a una presa le dio un desmayo, tuvimos que llamar la ambulancia, parece que está preñada, la zorra.

Las historias del trabajo de su madre no le interesan y nunca las escucha. Hoy menos que nunca.

Hoy lleva en su corazón el oro del arriate de narcisos reflejado en la fuente, entre los rubíes vivos de los peces que entretejen sus juegos en el fondo, allí donde el agua es más fría y llena de misterio. 





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