EL OLOR DE LA SAL
Jacqueline Sellan Bodin
1
Cuando me
trajeron desde España, acostumbrado que estaba a las inmensidades de la mar
océana, me extravié en el dédalo de canales entre las lluviosas islas, tan
distintas de mis costas amadas y perdidas para siempre.
Encandilado por
las luces que de noche encienden sus habitantes, intento atracar en los
puertos, sin éxito.
Y, cuando llega
el día, la bruma del mar me duerme y creo que desaparezco, hasta que el soplo
del viento nocturno me devuelve a la vida.
Cargado de
fantasmas, dando vueltas incesantes frente a las intrincadas costas, me ven pasar
los isleños con el corazón helado por el espanto.
Y ahí estaba,
con su veladura brillando de luz lunar, rielando las olas, y los marineros
intentando echar el ancla por sobre la borda húmeda de la lluvia reciente,
frente al muelle de Dalcahue.
Yo lo miraba
desde arriba, desde la última ventana, la de la buhardilla.
Acostumbraba
subir por la desvencijada escalera – a pesar de las prohibiciones – apenas me
quedaba sola en la casa y las veces que mi madre se tardaba en llegar por culpa
del trabajo, que desde que mi papi murió ella heredó de ir a poner inyecciones
y cuidar moribundos.
Desde allí
podía verla aparecer a la vuelta de la esquina, y entonces alcanzaba, de una
carrera, a llegar a mi cuarto y meterme en la cama.
¿Ya estás
dormida? – preguntaría – y entonces yo fingiría despertarme y al estirarme para
echarle los brazos al cuello, ahogaría un bostezo, de verdad ese sí, porque ya
sería muy tarde y tendría sueño.
Pero esa vez no la vi a ella, sino a ese alto velamen de escarcha, brillante bajo la luna recién salida en un claro entre las nubes, y vi al marinero que echaba al mar la chalupa y remaba hasta la costa. (fragmento)
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