Desde el manzano.
Uno
Los pies, calzados con esos zapatos de suela de goma, se le
resbalan por el tronco húmedo del manzano.
Ha llovido toda la madrugada y, a pesar de que el sol está
ya alto, una costra de nubes recubre el cielo y opaca la luz y la vuelve
grisácea como un vidrio levemente ahumado.
La camisa a cuadros rojos, aunque es gruesa, no basta para
mitigar el frío del viento que sube desde la costa y lo hace temblar
ligeramente mientras corta las frutas amarillas.
Son sus favoritas, las limonas,
un poco ácidas y de pulpa blanda y por eso se sube a robarlas, aunque el abuelo
se lo ha prohibido.
Que para eso están las otras, esas manzanitas duras y casi
siempre verdes.
No es que no le gusten. Sí, le gustan, con sal.
Pero sus favoritas son estas.
Y comerlas a escondidas les mejora el sabor.
Mis zapatos resbalan en el tronco húmedo y me abrazo a las
ramas para conservar el equilibrio.
Junto a mi frente,
balanceándose un poco a cada golpe del viento, un nido pequeño, redondo, con
sus pajitas entretejidas y algunas plumillas en el fondo; y sus huevitos
azules, minúsculos, como bochitas opacas.
Es un milagro que la
ventisca no lo haga volar por sobre el precipicio.
Desde aquí se ve todo.
Este es el manzano que está más cerca del límite, sobre el
promontorio que llega a la ladera abrupta que baja hasta la playa.
Desde esta rama puedo ver las oleadas furiosas que se vienen
a morir sobre la arena, mareadas de tanto rodar.
Y los bañistas en verano y ahora, que comienza el otoño,
temprano esta vez, apenas fines de febrero, unos cuantos perros que juegan con
la espuma, y un viejo que camina hundiendo sus zapatones en la arena húmeda.
Los roqueríos de borde mar.
Rocas negras y amenazantes, que, desde acá, se ven chiquitas
y hasta parece que pudiera saltar de una en otra con un solo paso, aunque de
cerca, son imponentes y temibles, altas y de bordes filudos.
Y otros con sus lomos que parecen apacibles cetáceos, pero
son resbalosos de algas y líquenes marinos.
Veo a veces a Beatriz, mi prima, que camina lentamente por
la orilla con los pies descalzos y la falda levantada mostrando los muslos a
los turistas, sobre todo cuando andan en grupo con sus amigas.
Veo los farellones de las costas de Curiñanco, negros, con
sus arbolitos retorcidos por el viento, arriba, como si fueran pelos parados de
susto y revueltos de aire.
Y los barcos, como este de ahora, que se balancea entre dos
costas, con el Morro San Carlos a la espalda y la proa hacia nosotros. Blanco,
con una raya roja.
A la distancia en que está se ve una raya. Cuando se acerque
más, podré leer en el costado “Estela”, que es su nombre.
No sé por qué a los barcos siempre tienen que ponerles
nombres de chicas. Cuando yo tenga un barco le voy a poner el nombre que yo
quiera. Le voy a poner Anselmo, como mi tío, ese que se murió antes que yo
naciera y del que se cuentan tantas historias bonitas.
Me hubiera gustado, ese tío.
Cuando sea mayor voy a ser como él, que no le tenía miedo a
nada y que se enfrentaba a los milicos y los hacía lesos como quería.
Que se enmontañó y se pasó varios días peleando por ahí, en
las colinas de la costa.
Y también puedo ver cosas que nadie más ve, como ese día que
pasó mi padre con una mujer que venía de la ciudad, que se fueron a meter en la
cueva del cerro, para ocultarse.
Después, lo he visto pasar con otras mujeres por ese mismo
rumbo.
Nunca se lo he dicho a nadie, pero desde entonces me le río
en la cara cuando me viene con sus discursitos de “esto no se hace”.
Me dan ganas de decirle que yo lo vi, que no soy un tonto,
que yo sé muy bien a qué se metió con esa rubia teñida y que luego salieron de
allí, ella primero, como si nada y arreglándose el pelo, (que traía las raíces
negras junto a las sienes), y luego él, al ratito, como si viniera del camino del
cerro, silbando una cancioncita, como si tal cosa, pero no le digo nada, por mi
madre, nada más, que la pobre se imagina que su marido es un santo, que le tocó
la lotería.
Pobre mi vieja, que se gasta las manos en lavar la ropa de
todos nosotros y en hacer mermeladas y conservas y secando yuyos, para que nos
alcance sin pasar penurias.
No le digo nada y sólo me río en su cara.
-
Este mocoso está cada vez más insolente
– maldice a media voz – le está haciendo falta una buena paliza.
Andrés, desde su rama del manzano, mordiendo a escondidas la
fruta prohibida – esas manzanas son para
hacer chicha, muchacho de moledera – observa atentamente la sombra que se
transparenta a través del vidrio no muy limpio de la ventana de la cocina.
Es su madre que está preparando una mermelada de mosqueta.
En una tela blanca, de la que asoman retazos iluminados por
el sol que entra sesgado desde la pleamar atardecida, y si embargo brillante,
reluciente porque viene doblado por su reflejo en el agua, coloca la pulpa de
la fruta cocida y molida en el gran mortero de piedra, (el pequeño sirve para
pilar el ajo, la pimienta, el ají seco, la sal cuando viene muy gruesa), y
estruja, estruja, hasta dejar finalmente un puñito de gabazo pegado a la tela.
Los brazos de Frida, desnudos hasta el codo, rubicundos y
pecosos, dan fe de su herencia alemana.
Alemanes pobres que se fueron a la costa y se hicieron
pescadores y que no se mezclan con los otros, los de la ciudad – industriales
ricos que no se codean con la plebe y jamás, por supuesto, con los nativos - pero que ostentan de igual modo sus apellidos
europeos como si les dieran alguna superioridad sobre los demás costeños.
Y sus cabellos, amarrados en la nuca, con algunos bucles
sueltos que escapan de la cinta, tienen todavía el color del cobre aunque
algunas canas empiezan a pintarse subrepticiamente.
Cuando decidió casarse con el Omar, su madre puso el grito
en el cielo.
Y tenía razón.
Eran, en realidad, la antítesis el uno del otro.
Ella, hacendosa, todo el día de arriba para abajo, lavando
ajeno para sacar el mes, haciendo mermeladas, conservas, la ropa de sus hijos,
pan amasado, mantequilla cuando la vaca daba suficiente crema.
Él, paseando su pereza por las playas, supuestamente
buscando mariscos, como si ella no supiera la clase de mariscos que solía
encontrar.
Si no fuera por los niños, que no crezcan sin padre como le
ocurre a tantos, hace tiempo que lo hubiera mandado a paseo.
Y, mientras se pincha las manos con las pelusas de la
mosqueta, piensa que nunca debió casarse con él, ni siquiera voltearlo a ver.
Pero yo estaba encaprichada con el Omar.
Más me decían y más me aferraba.
No tanto a él sino a mi derecho. Mi derecho a vivir como
quisiera, a ser libre, a que mis padres no se estuvieran siempre metiendo en
mis cosas, diciéndome que si haga que no haga.
Buena la hice.
Bonita libertad, con cinco chiquillos, con un marido flojo y
más encima gorrero.
Ahora, que ni se me acerque.
-
Yo sé de dónde vienes – le dije esa vez – ¿te crees que no lo sé? A mí
no me importa, ya no me importas.
Hubo un tiempo en que lloraba noches enteras.
Pero ya se me pasó.
Me costó abrir los ojos y ver la laya de hombre que es.
Lo bueno, es que cuando una abre los ojos ya no los vuelve a
cerrar. Cuando le pierdes el respeto a alguien, nunca vuelve, no puede, y
entonces se deja de sufrir.
Ahora sólo quiero que trabaje, y que no me toque. Sólo
quiero que no ande de flojo perdiendo el tiempo, y yo acá sacándome la mugre.
Es como ser madre soltera y más encima tener que lavarle la ropa gratis al
amante de otras.
Suerte perra la mía.
Si al menos no se hubiera dejado matar el Anselmo…
Tira, furiosa, el gabazo al tacho de la basura y toma otra
porción de pasta de rosa mosqueta.
En la cacerola va quedando la pulpa rojiza y translúcida.
Un aroma fragante sube hasta sus fosas nasales y le devuelve
el ánimo abatido por unos momentos. El exquisito dulce de mosqueta, uno de sus
favoritos, está naciendo de sus manos como un milagro.
Siente que valió la pena los pinchazos recibidos en los
dedos al recoger la fruta del seto que rodea casi todo el terreno.
La imagen de su marido y la aversión que le provoca, se
borran de su mente; piensa ahora en sus hijos; ellos se relamerán de gusto al
untar el pan del desayuno con esta rica mermelada que les ha hecho mamá.
Y sobre todo, piensa en Andrés, el menor, el conchito como dice, que no se parece en nada a su marido sino a su hermano mellizo.
Y más que nada, veo el mar, el mar enorme y sin fin, más
allá del morro, confundiendo olas y nubes, nubarrones que se transforman en
olas, olas que lanzan sus espumas hasta las nubes, en un eterno remolino que me
da vueltas y vueltas en el corazón.
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