La palabra escrita nos sitúa en la eternidad.

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lunes, 10 de febrero de 2025

 



El olivo

(cuento)


En esa silla se ha vuelto a sentar.

Hace una eternidad, le parece, su existencia no tiene otro objeto que el de sentarse bajo el techo verde del olivo a contemplar la invariable carretera y su afluencia monótona de coches.

Como una mosca atrapada en una tela de araña, se mueve, intranquilo.

Desde que se jubiló, no ha hecho otra cosa que venir a sentarse en esa silla de plástico blanca, incongruente en medio del paisaje campestre.

Ya ha cumplido. Ha trabajado toda su vida, ya debiera sentirse tranquilo.

Sin embargo algo le inquieta, inexplicable pero muy presente, algo a lo que no le sabría poner palabras. Una sensación. Un vacío.

Le parece que su vida ha acabado, que en realidad ya está muerto, - aunque no podría recordar bajo qué circunstancias - y que es sólo su pensamiento el que se sienta bajo el árbol centenario a contemplar el polvo que levantan los autos al pasar, los días de duro sol.

Desde la carretera el joven que va al volante mira con  asombro la silla vacía.

Por un momento, una fracción de segundos, le había parecido ver a un anciano sentado allí, bajo la verde enramada del olivo.


De Ausencias.  Jacqueline Sellan Bodin.

 

domingo, 9 de febrero de 2025

 






 XV

 Esa rueda de cobre,

ese astro sin órbita atrapado al follaje,

esa única y múltiple estrella de bronce sin pulir,

esa piel rugosa de sapo comestible,

esa naranja madura cuelga de la rama

como un ahorcado a quien la muerte sentara bien.

En su esqueleto de alegre color

la flor se ha transformado en jugo

sediento de ser bebido.

Quitándose los azahares,

la novia vegetal ha dado a luz

un cargamento de huevos acuosos.

En la quietud de la mañana,

mientras las hojas hacen adiós a la luna

que viste su vuelo lechoso

con los primeros azules del alba,

ellas se aferran, inmóviles, cavilosas,

a una misteriosa noche interior

que deshace el cuchillo que las abre,

transformándola en luz  azucarada,

mientras sangran su primoroso amor

en las copas del desayuno cotidiano.

 

Jacqueline Sellan Bodin






 

viernes, 7 de febrero de 2025





 

Navidad.

 

Confieso,

que quise que te trajeran a casa ese día,

 porque quería tenerte, rumoroso y verde                             

y pincharte en un tarro lleno de tierra

como un raro insecto disecado.

Confieso,

que mientras te llenaba de coloridos

e innecesarios galardones,

me sentí más fuerte que tu áspera corteza,

más grande que el viento que arrulló tus ramas,

más alta que la noche que ayer te cobijara.

Luego, llenaste la casa entera de aromas.

Y entonces, me sentí pequeña, pequeña,

como dentro de un nido.

 

1978, Valdivia

miércoles, 22 de enero de 2025

 

La primera lengua. 

Poemario





la voz intocada


Crecer es dejar de hablar el lenguaje del agua....
No conocía el mar por aquel tiempo

pero lo imaginaba
en brumosas carabelas...


Cuando al fin pude arribar a las playas,
mis ojos eran ciegos de haber esperado.


Entretanto se habían derrumbado

las imágenes que yo levanté...
un poema alzado del barro...
pintado en el viento...
sólo un sueño...


El ámbar de una voz desconocida
quise inventar.
Creer en esas balsas de luz
que conducen de mano a mano...
¡Oración ignorada!



Los hombres ya fueron domesticados
como palmeras de tarjeta postal…
Quisieron sepultarme en espuma.
¡Les grité que no!
Yo soy el mar que acaba con las rocas
y a veces se pasea la muerte por mi cuerpo
y me siembra su furia
como un bosque de sangre,
pero no he dañado la nieve de mi voz,

lo sabes...



lunes, 20 de enero de 2025



 

 

7.-  El descenso.

 

Amanece, y está lista la luz para su diario paseo. El sol, como una araña, alza sus patas grises encima de los cerros, aunque aún alcanza la oscuridad a velar el camino sombreado por las cumbres.  Nada se mueve a esta hora, todavía, si no es esa pequeña mancha blanquecina que serpentea entre los troncos. Lejos, tan lejos hasta donde alcanza la vista, el paisaje está vacío.

Sólo la pequeña mancha revoloteando de un lado a otro como lo haría una mariposa desorientada. Aún está muy lejos. El ojo más avezado no alcanzaría a distinguir qué es exactamente.

Poco a poco se acerca a la carretera. En realidad, ahora podemos ver que la mancha no vuela serpenteando, sino que baja la pendiente dispareja trabajosamente, sujetándose a los arbustos, tropezando con las piedras afiladas. Lo que le daba la apariencia de una mariposa, es un vestido blanco, a trechos descosido. El viento lo hace ondular como a un velamen. Aminora su carrera junto a la autopista. Duda. Ya la luz es menos difusa y la temblorosa claridad dibuja una silueta menuda, friolenta, temerosa; la silueta de una joven, casi una niña. Desde más cerca se podrían ver manchas parduscas sobre el blanco del vestido. Unas, pardas oscuras; otras, más rojizas. Visto de cerca, su rostro demacrado presenta magulladuras y cardenales; su pelo, salpicado de briznas, lleno de tierra suelta, le cae en desorden sobre la cara.

Un auto verde oscuro pasa por su lado, pero ella no hace ninguna señal.

El coche, que se ha detenido unos metros más lejos, se le acerca en reversa.

Entonces, la pálida figura se deja caer a la vera del camino.


MARIPOSAS FEROCES, (capítulo 7)


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miércoles, 15 de enero de 2025




 

3.- El auto color plata.

 

El águila del sol despliega amplias alas planeando en el centro del cielo, desperdigando plumas incandescentes.

Pone los dedos a modo de visera a la altura de las cejas y otea a lo lejos. En sus ojos azules un resplandor se refleja: minúsculos soles brillantes en otro firmamento helado y desvaído. Todos le dicen que tiene ojos hermosos.  Porque, para la mayoría de la gente los ojos son bolitas de vidrio pintado y las encuentran hermosas.  No saben leer en ellos el contenido, sólo ven un tamaño, un color, una forma. Eso pasa con casi todo, con las bocas, las manos, con la persona entera. Por eso pasaba por buen mozo, y, en la calle, se volvían para verlo las incautas prefabricadas.

Su mirada se vuelve dura mientras fija un punto en la lejanía. Una silueta de muchacha que avanza por la vereda opuesta. Tal vez quince, tal vez catorce años. Esas son las mejores. La niña pasa frente a él, no lo ha visto, viene hablando con alguien por celular. Demora la mirada en el pantalón ceñido. Sonríe para sí mismo.  Una sonrisa que la inquietaría si pudiera comprenderla. Está buena la condenada. Se pasa la lengua por los labios. Su pupila se enturbia.

Recuerdos…

Recuerdos que nada tienen que ver con la casa amarilla de techo de tejas rojas que resaltan contra el verde-negro-azul de los cipreses a su espalda.

La casa, tras cuya ventana, en bow window sobre el antejardín, se vislumbra la silueta de una mujer joven, de melena rubia y porte altivo, que está atareada poniendo las cortinas nuevas. Se escuchan risas, voces de niños que juegan en el interior, con un fondo de música suave.

Recuerdos de risas enronquecidas. Sus amigos, sus compinches, con los que podía compartir el sudor y el semen. Una oleada de excitación le sube hasta la boca del estómago. Echa de menos esos tiempos de juerga. Suspira mirando hacia la ventana. Qué lástima que haya que sentar la cabeza.

El vehículo plateado reluce más que la plata bajo su mano hábil. Un último enjuague y habrá terminado. A nadie le dejaría limpiar este auto. Es su joya, su juguete personal, el símbolo de su poder.

El calor del mediodía cae a plomo sobre el paisaje. Algunas gotas de sudor se deslizan por su frente; las seca con el antebrazo.

- ¡Rogelio!  - la voz de su mujer lo sobresalta – ven a ver cómo queda.

- Sí, ya voy; ya termino.

Lanza el cubo de agua sobre el toldo, lo enjuga con cuidado; luego abre las portezuelas y lo deja así, aireándose al sol.


Tercer capítulo de "Mariposas feroces".

Está en Amazon.


 Quizás en otro lugar...

Jacqueline Sellan Bodin
1

 

 

Salir a la calle es ya una aventura en esta desventura que vivo, que vivimos todos los que nos agarramos a la evocación pretérita de una patria perdida. Los otros, los que se fueron al destierro, no saben de este paso cotidiano del miedo lleno de garras, agarrotando el pensamiento e incluso la idea del pensamiento, en todas las frentes. Para ellos, Chile es la calle donde nacieron, donde corrieron entre las charcas embarrándose las botas, la escuela del barrio, el campanario, los novios en la plaza, el anarquista zapatero de la esquina que discutía de política en la cola del pan. Ellos no saben que hoy los niños no corren por las calles, que el toque de queda ha despoblado la plaza, que el zapatero ha sido fusilado, que hasta el pan se ha hecho escaso y es una guerrilla ir a comprarlo. Ellos guardan su recuerdo intacto, entre boletos de avión y postales y pasaportes. Para nosotros, los que nos quedamos, la ciudad se ha ido desangrando día con día, perdiendo sus niños - los interiores, que son los verdaderos – perdiendo sus risas como en un despiadado otoño, cambiando el tañer de las campanas por ráfagas de metralla, órdenes gritadas, terror ensangrentado. No hay memoria que pueda sobrevivir a eso.

Salgo a la calle, a esta nueva calle que sólo guarda el esqueleto de la antigua, que ahora destila silencio por sus grises ventanas, con sus ralos paseantes que ya no tienen miradas sino reojos, con el infaltable sapo (1) parado en una esquina, espiándome, espiándote.

Un árbol tozudo insiste en lanzar sus brotes verdes anunciando una primavera escueta; no sé qué árbol es, no conozco su nombre. Una vez leí que los mapuches no poseen la palabra genérica árbol, sino que los nombran: este es un hualle, este es un foyke. Nosotros, que venimos de padres extranjeros, no tenemos esas hondas raíces que trenza la lengua, nos hemos hecho una patria mezclada, una parte con las vivencias de la infancia, otra con recuerdos ajenos. Nuestros abuelos y abuelas contaban sus memorias anidadas en lejanas tierras de ultramar, en el oriente mítico o en la ensangrentada Europa. Tenemos amores y odios heredados que se anudan ahora a los odios y amores personales; por ejemplo, los descendientes de alemanes hoy se sienten obligados al fascismo.

Salgo a la calle. De por sí que es incómodo, que llueve, que hace frío. Agosto termina y quiere asegurarse de arrojar su cargamento completo de invierno. Y si no bastara la tristeza aguada del tiempo, la micro pasa llena y no se detiene. Nos quedamos en el paradero con un gesto a medias de querer dar un paso, como el destino a medias que nos ha tocado. Carreras a medias: filosofía de tocador; Marx no ha existido jamás; solamente Sócrates, Platón, Heráclito, esos antiguos, alejados pensadores que, al parecer, no son tan contingentes. Pero sabremos encontrarla, esa contingencia, cómo no. La célebre frase de Aristóteles, “El hombre es un animal político”, se vuelve un eslogan.

Por fin llega una micro que se detiene, aunque está pasablemente llena. Nos encaramamos como podemos y partimos, lanzando una oleada de agua barrosa contra las paredes naranjas del paradero.

Un perro café claro mira desconsolado hacia el horizonte. Hasta los perros se han vuelto más tristes. Espera a que la micro arranque y cruza hacia la plazuela. Desde allí nos pega una última mirada, honda, abatida. Luego trota hacia adentro de la población. Ya no encuentro comida ni en el basurero. Me he recorrido toda la pobla de norte a sur y de oriente a poniente y nada. La gente ya no tira las sobras. Hasta los huesitos de pollo los hierven más de una vez para sacarles toda la sustancia y a nosotros los cánidos no nos dejan con qué engañar las tripas. Ni una rata me encuentro hoy, ni una miserable rata, si parece que hasta las alcantarillas están pobres. Hoy me he comido dos moscas, y eso, porque volaban muy bajo. Si esto sigue así tendré que cambiar de barrio. El problema es que la pobla de al lado la lidera el Tuerto y a ese, hasta los perros más grandes le tienen miedo. Una señora abre la puerta de su casa. Me mira con cara rara. Me hace una seña. ¿Será para algo bueno? La mala suerte lo vuelve a uno desconfiado. Me acerco arrastrando un poco la cola, amistoso pero no mucho, listo para soltar el mordisco si hace falta, después andan diciendo que uno es un perro ladino, pero es que así me hizo la vida - Ven acá – pobre animal, tiene cara de no haber desayunado - ven acá - la mujer le tira una hallulla y espera que la muerda antes de volver a entrar y cerrar la puerta. No voy a hacerme ni más rica ni más pobre por darle un pedazo de pan. Ellos qué culpa tienen de las malas obras de los humanos.

Un gato lustroso y atigrado salta sobre su falda apenas ella se sienta frente a la tele. Ñau, estate quieto. Déjame ver la telenovela. Ñau se enrolla en círculo sobre las rodillas de su ama y cierra los ojos dispuesto a no dejarse engrupir por las imágenes mentirosas de la cajita esa. En la pantalla, unas criadas venezolanas lloran a gritos por la mala suerte de la heroína, la señorita, que es tan buena que tiene a bien no despreciarlas demasiado. La mujer también llora, aunque de modo más austero, suelta un par de lagrimones que en parte son por la historia esa, y en parte también por el Toño que anda tan raro, como distante, los hombres no hay quien los entienda, una les hace el gusto y es como abrirles la puerta para que salgan a corretear a otra. En cambio, si yo fuera mala, lo tendría acá comiendo de mi mano. Pero ya es tarde para eso, ya me tomó la medida. Igual que en la novela de la tele, pero sin final feliz. Echa una mirada por la ventana durante la propaganda, el perro ya se ha marchado, la propaganda tiene eso de bueno, que te da un descanso, un respiro, porque si todo fuera drama…

Afuera la lluvia arrecia, las casas envueltas en una especie de charca desmigajada se ven retorcidas a través de la ventana. Debajo de un paraguas rojo sucio y desteñido pasa una vecina, está cada día más flaca, piensa la dueña del gato, mientras Adela camina rápido zigzagueando para sortear los charcos, se me hace tarde para buscar al Javier, va a estar hecho una furia, con la onda que le ha dado últimamente de hacer rabietas, pero un día de estos me va a encontrar atravesada.

2

 

 

Su sombra junto a mi sombra, inmóvil, día con día. Más inmóvil todavía, esa figura tétrica con su impermeable negro sobre el que resbala la lluvia incesante como si quisiera diluirlo.

Monótona cae también sobre mis ramas más altas, reblandeciéndolas, luego resbala por las más gruesas hasta llegar a mi tronco, a nuestro tronco, pegándose a su blancura.

Primero fue una fresca caricia, pero hoy, al cabo de tres días de aspersión incesante nos parece que fuera una sola gigantesca gota eterna que no acaba nunca de deslizar.

Y él sigue ahí, inmóvil como otro árbol de una especie maligna. A las 7 de la mañana llega puntual y a las 3 de la tarde lo releva otro impermeable negro, con el cuello subido, con el sombrero negro echado sobre la ceja izquierda, y que a su vez se va a las 11 de la noche. Entonces la esquina queda vacía, sólo nosotros, los tres abedules de la calle.

3

 

 

Sobre la tumba donde una placa de metal nombra al hermano querido destruido por la metralla, para siempre heroico, para siempre recordado en ese último atardecer, cuando gritó viva el pueblo mientas el pueblo moría agonizante de ideales truncos, que ya nunca tendría tiempo de volverse indigno o de renunciar o de ser cobarde, Adela deposita un clavel rojo, como todos los jueves, desde ese terrible jueves de hacía dos años.

-          Mira, Javier, acá está enterrado el tío Yayo.

-          Mi papá no quiere que vengamos – rezonga el niño.

-          Tu tío te quería montones, le daría pena que digas eso.

-          Yo no me acuerdo de él.

-          Eras muy pequeño.

-          ¿Cuántos años tenía, mamá?

-          Tres años.

-          A veces parece que me acuerdo un poco.

Adela abraza a su hijo, encuclillada junto al sepulcro y con la mano libre arranca unas malas hierbas.

-          ¿Es verdad que lo mataron por comunista?

-          Sí, corazón, por eso lo mataron.

-          ¿Entonces era malo el tío Yayo?

-          Nooo ¿Quién te ha dicho eso?

-          Dice mi papi que los comunistas eran malos. Qué querían destruir el país.

Qué imbécil, Roberto es un cretino, qué fácil que se dio vuelta la chaqueta cuando le convino, aunque no lo dice en voz alta, en vez de eso le murmura a su hijo: no, amor, eso no es verdad, al papá le gusta hablar tonteras por molestar, pero ya la va a escuchar cuando lo vea. Maldito, la tiene bien agarrada por el niño, que si le hace problemas le quita al chico y con sus contactos es bien capaz de hacerlo.

Mientras regresa por la avenida Picarte con su hijo de la mano, el aguacero vuelve a soltarse. Quizás solidaria, mientras estuvo en el cementerio la lluvia había parado unos minutos. Ahora cae más tupida, parece haberse acumulado y los goterones salpican por sobre el borde de las botas de goma y se meten hasta debajo de la parca empapando la ropa.

El Yayo se queda solo masticando su muerte, dejando que los gusanos agujereen lo que le queda de esqueleto, sorbiendo los últimos recuerdos de una vida terminada demasiado pronto, antes de haber amado de verdad, odiado de verdad, antes de dejar una huella imborrable, como fueron sus sueños, mientras el agua terca marchita el clavel rojo sobre la losa.

El perro café claro dobla la esquina y mira con curiosidad a la mujer y al niño que caminan de prisa bajo la lluvia. El agua le chorrea por el pelo, pero él ya ni se sacude. Tendría que estar todo el día con temblorina, parecería epiléptico, no, ya no le hago caso ni a la lluvia ni al sol ni a la noche. Lo único que me pone romántico a veces es la luna, cuando está llena y redonda y se parece a una pelota blanca en el cielo. Entonces me da por aullar y una congoja honda, que no es mía sino de otros perros ancestrales, se me sube a la garganta. El niño pasa por su lado y le sonríe. Los niños y los perros a veces nos entendemos sin palabras.

La veo desde la ventanilla. La lluvia rebota sobre su paraguas rojizo, casi rosado a fuerza de desteñidas. Aprieto contra mi pecho los libros que pedí hoy en la biblioteca, uno de ellos en especial me hace ilusión, “La haute magie”, de Eliphas Lévi. No tengo idea de qué trate, pero me parece un título lleno de misterio. Un milico sube a la micro, entra con esa arrogancia que han aprendido últimamente, aparto de él la mirada, no dejaré que me echen a perder el día, miro por la ventanilla y entonces la veo bajo su paraguas deformado por el uso con Javier de la mano. Desde que mataron a su hermano, Adela ya no es la misma. Además, que los vecinos, algunos, pasan por su lado como si no la conocieran. Los cobardes parece que son los únicos que sobrevivieron. Yo, siempre que la encuentro, la saludo bien alto, para que todos se enteren. La micro da la vuelta por la avenida y después de dos paradas se detiene frente a la plazuela. Me bajo y corro las dos cuadras hasta mi casa, tratando de proteger los libros, no importa que yo me moje, total me cambio de ropa.

4

 

 

En ese reflejo quebradizo del río nadie puede reconocerse, sauces llorones, hierbajos, el sol que asoma (una simple raya blanca detrás del cerro), todo aparece despiezado como un puzle de tamaño gigante. Algo cuelga de la rama del roble. Algo alargado que la noche camuflaba, pero ahora los pequeños dedos del amanecer lo señalan, lo sitúan, lo nombran. Es un cuerpo de hombre, de un hombre joven con la barba crecida de varios días. Se ha ahorcado con una corbata fina, de seda, tal vez la última que le quedaba.

(Los 4 primeros capítulos)

 








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martes, 14 de enero de 2025

 

El gringo Erik

Del otro lado de la calle estaba el huerto del gringo Erik y su extraordinario durazno de frutos blancos. Eran duraznos albinos, como su inventor. Su piel, de pelillos albos, era de un blanco mate, mientras que la pulpa tenía un blancor de nieve de la que recordaba la blandura fresca y crujiente. Eran exquisitos; su sabor delicado y perfumado era a la vez muy poco dulce, lo que lo hacía precisamente apreciado por los diabéticos.

Ese durazno era único en su género debido a que fue siempre imposible su reproducción. Ya sea que se preparara algún acodo o se intentara enraizar un esqueje, el árbol nuevo, si bien brotaba firme y saludable, daba duraznos completamente comunes. Lo mismo ocurría si se trataba de germinar las semillas de sus frutos.

Todavía vienen, de todas partes, botánicos para estudiarlo y aún no ha arrojado su secreto.

También vienen diabéticos de todas partes para comprar sus frutos que, aseguran, les traen una renovada salud.

El gringo Erik, que era tan blanco como una mota de algodón nueva, había estado trabajando en unos cambios genéticos en sus frutales desde que su mujer muriera de diabetes. Quería encontrar un remedio natural para dicha enfermedad, alguna fruta que, modificada, le fuera un paliativo o una cura. Y, al parecer, lo había encontrado, sólo que se llevó el secreto de su hallazgo al otro mundo porque lo mató un rayo mientras desmochaba los árboles de su huerto con unas tijeras podadoras.

En ese momento el gringo Erik dejó de ser albino, porque quedó completamente carbonizado en esa posición, con los brazos estirados y con la podadora, que fue imposible quitarle, porque estaba literalmente soldada a sus manos. Tuvieron que enterrarlo con ella. La caja en que lo metieron medía casi el doble de un ataúd normal, para que cupieran los casi dos metros del gringo, sus brazos estirados y las tijeras.

En el verano siguiente, ese durazno, al pie del cual había sido fulminado su dueño, comenzó a dar sus frutos albos.

Los pobladores aseguran que, por alguna extraña razón que sólo puede explicar la tempestad, el rayo traspasó el alma del gringo al árbol que podaba.

Por eso, aunque los biólogos no aceptan esta teoría, lo empezamos a llamar en el pueblo “el gringo Erik”. Y parece que al árbol le gusta, porque sus frutos se ponen a brillar un poco más y sus hojitas tienen un leve temblor de saludo al oírnos. Y en realidad, creo que a nosotros nos gusta más esta nueva versión del gringo, porque en vida humana era muy mal genio y cascarrabias, y ahora en cambio, es todo suavidad y silencio.


domingo, 12 de enero de 2025

 

-         Oóh, mucho cússto – la voz de la Walquiria se parece bastante al gluglú de un pavo.

Sale  rasposa, gargantosa.

Incluso ella misma tiene un cierto parecido con uno de esos animalitos: la cabeza pequeña que se bambolea al extremo del cuello largo y colorado, los pómulos enrojecidos, los círculos alrededor de los ojos, (artificiales, claro está, teñidos con sombra morada).

La Walquiria – ya nadie recuerda su nombre – se acerca a los cuadros para observar milimétricamente las pinceladas, se aleja para ver el efecto final, redondea los labios en unos incontenibles oh interiores.


  El salón de otoño.

(novela)

Está en Amazon.


sábado, 11 de enero de 2025

 



 

La calle oscurecida,

una trémula pared sin ventanas,

el cielo,

una estrella lejana,

y la ensortijada nube.

Mis pasos errantes,

inconexos,

inquietan el pavimento húmedo.

Con friolento afán

me envuelvo en la niebla

tratando en vano de reconfortar

este sombrío crepúsculo.


De "Soy una isla".

 

 


 

Con su corazón pintado

sobre el plumaje pardo

el petirrojo se desangra

mientras vuela

entre las ramas

abanicadas por el aire fresco

de la mañana.


(Del poemario "soy una isla")

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  El olivo (cuento) En esa silla se ha vuelto a sentar. Hace una eternidad, le parece, su existencia no tiene otro objeto que el de sentar...