Salir a la calle es ya una aventura en esta desventura
que vivo, que vivimos todos los que nos agarramos a la evocación pretérita de
una patria perdida. Los otros, los que se fueron al destierro, no saben de este
paso cotidiano del miedo lleno de garras, agarrotando el pensamiento e incluso
la idea del pensamiento, en todas las frentes. Para ellos, Chile es la calle
donde nacieron, donde corrieron entre las charcas embarrándose las botas, la
escuela del barrio, el campanario, los novios en la plaza, el anarquista zapatero
de la esquina que discutía de política en la cola del pan. Ellos no saben que
hoy los niños no corren por las calles, que el toque de queda ha despoblado la
plaza, que el zapatero ha sido fusilado, que hasta el pan se ha hecho escaso y es
una guerrilla ir a comprarlo. Ellos guardan su recuerdo intacto, entre boletos
de avión y postales y pasaportes. Para nosotros, los que nos quedamos, la
ciudad se ha ido desangrando día con día, perdiendo sus niños - los interiores,
que son los verdaderos – perdiendo sus risas como en un despiadado otoño,
cambiando el tañer de las campanas por ráfagas de metralla, órdenes gritadas,
terror ensangrentado. No hay memoria que pueda sobrevivir a eso.
Salgo a la calle, a esta nueva calle que sólo guarda
el esqueleto de la antigua, que ahora destila silencio por sus grises ventanas,
con sus ralos paseantes que ya no tienen miradas sino reojos, con el infaltable
sapo (1) parado en una esquina, espiándome, espiándote.
Un árbol tozudo insiste en lanzar sus brotes verdes
anunciando una primavera escueta; no sé qué árbol es, no conozco su nombre. Una
vez leí que los mapuches no poseen la palabra genérica árbol, sino que los
nombran: este es un hualle, este es un foyke. Nosotros, que venimos de padres
extranjeros, no tenemos esas hondas raíces que trenza la lengua, nos hemos
hecho una patria mezclada, una parte con las vivencias de la infancia, otra con
recuerdos ajenos. Nuestros abuelos y abuelas contaban sus memorias anidadas en
lejanas tierras de ultramar, en el oriente mítico o en la ensangrentada Europa.
Tenemos amores y odios heredados que se anudan ahora a los odios y amores
personales; por ejemplo, los descendientes de alemanes hoy se sienten obligados
al fascismo.
Salgo a la calle. De por sí que es incómodo, que
llueve, que hace frío. Agosto termina y quiere asegurarse de arrojar su
cargamento completo de invierno. Y si no bastara la tristeza aguada del tiempo,
la micro pasa llena y no se detiene. Nos quedamos en el paradero con un gesto a
medias de querer dar un paso, como el destino a medias que nos ha tocado.
Carreras a medias: filosofía de tocador; Marx no ha existido jamás; solamente
Sócrates, Platón, Heráclito, esos antiguos, alejados pensadores que, al parecer,
no son tan contingentes. Pero sabremos encontrarla, esa contingencia, cómo no.
La célebre frase de Aristóteles, “El hombre es un animal político”, se vuelve
un eslogan.
Por fin llega una micro que se detiene, aunque está
pasablemente llena. Nos encaramamos como podemos y partimos, lanzando una
oleada de agua barrosa contra las paredes naranjas del paradero.
Un perro café claro mira desconsolado hacia el
horizonte. Hasta los perros se han vuelto más tristes. Espera a que la micro
arranque y cruza hacia la plazuela. Desde allí nos pega una última mirada,
honda, abatida. Luego trota hacia adentro de la población. Ya no encuentro
comida ni en el basurero. Me he recorrido toda la pobla de norte a sur y de
oriente a poniente y nada. La gente ya no tira las sobras. Hasta los huesitos
de pollo los hierven más de una vez para sacarles toda la sustancia y a
nosotros los cánidos no nos dejan con qué engañar las tripas. Ni una rata me
encuentro hoy, ni una miserable rata, si parece que hasta las alcantarillas
están pobres. Hoy me he comido dos moscas, y eso, porque volaban muy bajo. Si
esto sigue así tendré que cambiar de barrio. El problema es que la pobla de al
lado la lidera el Tuerto y a ese, hasta los perros más grandes le tienen miedo.
Una señora abre la puerta de su casa. Me mira con cara rara. Me hace una seña.
¿Será para algo bueno? La mala suerte lo vuelve a uno desconfiado. Me acerco
arrastrando un poco la cola, amistoso pero no mucho, listo para soltar el
mordisco si hace falta, después andan diciendo que uno es un perro ladino, pero
es que así me hizo la vida - Ven acá – pobre animal, tiene cara de no haber
desayunado - ven acá - la mujer le tira una hallulla y espera que la muerda
antes de volver a entrar y cerrar la puerta. No voy a hacerme ni más rica ni
más pobre por darle un pedazo de pan. Ellos qué culpa tienen de las malas obras
de los humanos.
Un gato lustroso y atigrado salta sobre su falda
apenas ella se sienta frente a la tele. Ñau, estate quieto. Déjame ver la
telenovela. Ñau se enrolla en círculo sobre las rodillas de su ama y cierra los
ojos dispuesto a no dejarse engrupir por las imágenes mentirosas de la cajita
esa. En la pantalla, unas criadas venezolanas lloran a gritos por la mala suerte
de la heroína, la señorita, que es tan buena que tiene a bien no despreciarlas
demasiado. La mujer también llora, aunque de modo más austero, suelta un par de
lagrimones que en parte son por la historia esa, y en parte también por el Toño
que anda tan raro, como distante, los hombres no hay quien los entienda, una
les hace el gusto y es como abrirles la puerta para que salgan a corretear a
otra. En cambio, si yo fuera mala, lo tendría acá comiendo de mi mano. Pero ya
es tarde para eso, ya me tomó la medida. Igual que en la novela de la tele,
pero sin final feliz. Echa una mirada por la ventana durante la propaganda, el
perro ya se ha marchado, la propaganda tiene eso de bueno, que te da un
descanso, un respiro, porque si todo fuera drama…
Afuera la lluvia arrecia, las casas envueltas en una
especie de charca desmigajada se ven retorcidas a través de la ventana. Debajo de
un paraguas rojo sucio y desteñido pasa una vecina, está cada día más flaca,
piensa la dueña del gato, mientras Adela camina rápido zigzagueando para
sortear los charcos, se me hace tarde para buscar al Javier, va a estar hecho
una furia, con la onda que le ha dado últimamente de hacer rabietas, pero un
día de estos me va a encontrar atravesada.
Su sombra junto a mi sombra, inmóvil, día con día. Más
inmóvil todavía, esa figura tétrica con su impermeable negro sobre el que
resbala la lluvia incesante como si quisiera diluirlo.
Monótona cae también sobre mis ramas más altas,
reblandeciéndolas, luego resbala por las más gruesas hasta llegar a mi tronco,
a nuestro tronco, pegándose a su blancura.
Primero fue una fresca caricia, pero hoy, al cabo de
tres días de aspersión incesante nos parece que fuera una sola gigantesca gota
eterna que no acaba nunca de deslizar.
Y él sigue ahí, inmóvil como otro árbol de una especie
maligna. A las 7 de la mañana llega puntual y a las 3 de la tarde lo releva
otro impermeable negro, con el cuello subido, con el sombrero negro echado
sobre la ceja izquierda, y que a su vez se va a las 11 de la noche. Entonces la
esquina queda vacía, sólo nosotros, los tres abedules de la calle.
Sobre la tumba donde una placa de metal nombra al
hermano querido destruido por la metralla, para siempre heroico, para siempre
recordado en ese último atardecer, cuando gritó viva el pueblo mientas el
pueblo moría agonizante de ideales truncos, que ya nunca tendría tiempo de
volverse indigno o de renunciar o de ser cobarde, Adela deposita un clavel
rojo, como todos los jueves, desde ese terrible jueves de hacía dos años.
-
Mira, Javier,
acá está enterrado el tío Yayo.
-
Mi papá no
quiere que vengamos – rezonga el niño.
-
Tu tío te
quería montones, le daría pena que digas eso.
-
Yo no me
acuerdo de él.
-
Eras muy
pequeño.
-
¿Cuántos años
tenía, mamá?
-
Tres años.
-
A veces
parece que me acuerdo un poco.
Adela abraza a su hijo, encuclillada junto al sepulcro
y con la mano libre arranca unas malas hierbas.
-
¿Es verdad
que lo mataron por comunista?
-
Sí, corazón,
por eso lo mataron.
-
¿Entonces era
malo el tío Yayo?
-
Nooo ¿Quién
te ha dicho eso?
-
Dice mi papi
que los comunistas eran malos. Qué querían destruir el país.
Qué imbécil, Roberto es un cretino, qué fácil que se
dio vuelta la chaqueta cuando le convino, aunque no lo dice en voz alta, en vez
de eso le murmura a su hijo: no, amor, eso no es verdad, al papá le gusta
hablar tonteras por molestar, pero ya la va a escuchar cuando lo vea. Maldito,
la tiene bien agarrada por el niño, que si le hace problemas le quita al chico
y con sus contactos es bien capaz de hacerlo.
Mientras regresa por la avenida Picarte con su hijo de
la mano, el aguacero vuelve a soltarse. Quizás solidaria, mientras estuvo en el
cementerio la lluvia había parado unos minutos. Ahora cae más tupida, parece
haberse acumulado y los goterones salpican por sobre el borde de las botas de
goma y se meten hasta debajo de la parca empapando la ropa.
El Yayo se queda solo masticando su muerte, dejando
que los gusanos agujereen lo que le queda de esqueleto, sorbiendo los últimos
recuerdos de una vida terminada demasiado pronto, antes de haber amado de
verdad, odiado de verdad, antes de dejar una huella imborrable, como fueron sus
sueños, mientras el agua terca marchita el clavel rojo sobre la losa.
El perro café claro dobla la esquina y mira con
curiosidad a la mujer y al niño que caminan de prisa bajo la lluvia. El agua le
chorrea por el pelo, pero él ya ni se sacude. Tendría que estar todo el día con
temblorina, parecería epiléptico, no, ya no le hago caso ni a la lluvia ni al
sol ni a la noche. Lo único que me pone romántico a veces es la luna, cuando está
llena y redonda y se parece a una pelota blanca en el cielo. Entonces me da por
aullar y una congoja honda, que no es mía sino de otros perros ancestrales, se
me sube a la garganta. El niño pasa por su lado y le sonríe. Los niños y los
perros a veces nos entendemos sin palabras.
La veo desde la ventanilla. La lluvia rebota sobre su paraguas rojizo,
casi rosado a fuerza de desteñidas. Aprieto contra mi pecho los libros que pedí
hoy en la biblioteca, uno de ellos en especial me hace ilusión, “La haute magie”, de Eliphas Lévi. No
tengo idea de qué trate, pero me parece un título lleno de misterio. Un milico
sube a la micro, entra con esa arrogancia que han aprendido últimamente, aparto
de él la mirada, no dejaré que me echen a perder el día, miro por la ventanilla
y entonces la veo bajo su paraguas deformado por el uso con Javier de la mano.
Desde que mataron a su hermano, Adela ya no es la misma. Además, que los
vecinos, algunos, pasan por su lado como si no la conocieran. Los cobardes
parece que son los únicos que sobrevivieron. Yo, siempre que la encuentro, la
saludo bien alto, para que todos se enteren. La micro da la vuelta por la
avenida y después de dos paradas se detiene frente a la plazuela. Me bajo y
corro las dos cuadras hasta mi casa, tratando de proteger los libros, no
importa que yo me moje, total me cambio de ropa.
En ese reflejo quebradizo del río nadie puede
reconocerse, sauces llorones, hierbajos, el sol que asoma (una simple raya
blanca detrás del cerro), todo aparece despiezado como un puzle de tamaño
gigante. Algo cuelga de la rama del roble. Algo alargado que la noche
camuflaba, pero ahora los pequeños dedos del amanecer lo señalan, lo sitúan, lo
nombran. Es un cuerpo de hombre, de un hombre joven con la barba crecida de
varios días. Se ha ahorcado con una corbata fina, de seda, tal vez la última
que le quedaba.
(Los 4 primeros capítulos)