3.- El auto color plata.
El águila del sol despliega amplias alas
planeando en el centro del cielo, desperdigando plumas incandescentes.
Pone los dedos a modo de visera a la
altura de las cejas y otea a lo lejos. En sus ojos azules un resplandor se
refleja: minúsculos soles brillantes en otro firmamento helado y desvaído.
Todos le dicen que tiene ojos hermosos.
Porque, para la mayoría de la gente los ojos son bolitas de vidrio
pintado y las encuentran hermosas. No
saben leer en ellos el contenido, sólo ven un tamaño, un color, una forma. Eso
pasa con casi todo, con las bocas, las manos, con la persona entera. Por eso pasaba
por buen mozo, y, en la calle, se volvían para verlo las incautas
prefabricadas.
Su mirada se vuelve dura mientras fija un
punto en la lejanía. Una silueta de muchacha que avanza por la vereda opuesta.
Tal vez quince, tal vez catorce años. Esas
son las mejores. La niña pasa frente a él, no lo ha visto, viene hablando con
alguien por celular. Demora la mirada en el pantalón ceñido. Sonríe para sí
mismo. Una sonrisa que la inquietaría si
pudiera comprenderla. Está buena la
condenada. Se pasa la lengua por los labios. Su pupila se enturbia.
Recuerdos…
Recuerdos que nada tienen que ver con la
casa amarilla de techo de tejas rojas que resaltan contra el verde-negro-azul
de los cipreses a su espalda.
La casa, tras cuya ventana, en bow window
sobre el antejardín, se vislumbra la silueta de una mujer joven, de melena
rubia y porte altivo, que está atareada poniendo las cortinas nuevas. Se
escuchan risas, voces de niños que juegan en el interior, con un fondo de
música suave.
Recuerdos de risas enronquecidas. Sus
amigos, sus compinches, con los que podía compartir el sudor y el semen. Una
oleada de excitación le sube hasta la boca del estómago. Echa de menos esos
tiempos de juerga. Suspira mirando hacia la ventana. Qué lástima que haya que sentar la cabeza.
El vehículo plateado reluce más que la
plata bajo su mano hábil. Un último enjuague y habrá terminado. A nadie le
dejaría limpiar este auto. Es su joya, su juguete personal, el símbolo de su
poder.
El calor del mediodía cae a plomo sobre el
paisaje. Algunas gotas de sudor se deslizan por su frente; las seca con el
antebrazo.
- ¡Rogelio! - la voz de su mujer lo sobresalta – ven a
ver cómo queda.
- Sí, ya voy; ya termino.
Lanza el cubo de agua sobre el toldo, lo enjuga
con cuidado; luego abre las portezuelas y lo deja así, aireándose al sol.
Tercer capítulo de "Mariposas feroces".
Está en Amazon.
No hay comentarios:
Publicar un comentario