7.- El descenso.
Amanece, y está lista la luz para su
diario paseo. El sol, como una araña, alza sus patas grises encima de los cerros,
aunque aún alcanza la oscuridad a velar el camino sombreado por las
cumbres. Nada se mueve a esta hora,
todavía, si no es esa pequeña mancha blanquecina que serpentea entre los
troncos. Lejos, tan lejos hasta donde alcanza la vista, el paisaje está vacío.
Sólo la pequeña mancha revoloteando de un
lado a otro como lo haría una mariposa desorientada. Aún está muy lejos. El ojo
más avezado no alcanzaría a distinguir qué es exactamente.
Poco a poco se acerca a la carretera. En
realidad, ahora podemos ver que la mancha no vuela serpenteando, sino que baja
la pendiente dispareja trabajosamente, sujetándose a los arbustos, tropezando
con las piedras afiladas. Lo que le daba la apariencia de una mariposa, es un
vestido blanco, a trechos descosido. El viento lo hace ondular como a un
velamen. Aminora su carrera junto a la autopista. Duda. Ya la luz es menos
difusa y la temblorosa claridad dibuja una silueta menuda, friolenta, temerosa;
la silueta de una joven, casi una niña. Desde más cerca se podrían ver manchas
parduscas sobre el blanco del vestido. Unas, pardas oscuras; otras, más
rojizas. Visto de cerca, su rostro demacrado presenta magulladuras y cardenales;
su pelo, salpicado de briznas, lleno de tierra suelta, le cae en desorden sobre
la cara.
Un auto verde oscuro pasa por su lado,
pero ella no hace ninguna señal.
El coche, que se ha detenido unos metros
más lejos, se le acerca en reversa.
Entonces, la pálida figura se deja caer a
la vera del camino.
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