Por ahí nos adentramos, Julián y yo, confundiéndonos
con esa multitud que se encamina hacia “el jardín chiquito”, o “el jardín de
las flores” como les ha dado en llamarlo, aunque no hay muchas flores y sí es
bastante más pequeño que la plaza.
Desde el kiosco central, parten, como los
radios de un círculo, varios paseos con sus respectivos bancos. Hoy, esos paseos están abarrotados con puestos
de vendedores de adornos navideños: estrellas y esferas multicolores, árboles
de plástico de varios tamaños, luces, - de las musicales y de las silenciosas
-, renos de ratán tiesos y circunspectos, nochebuenas de plástico.
También todo el perímetro del jardín está
ocupado por dichos puestos.
Y, de ese mosaico de colores y brillos, se
escapa un bullicio, una cacofonía ruidosa e inarmónica, que me aturde y marea.
Cada puesto tiene su propio villancico, además de varios juegos de luces que
parpadean y cantan a la vez, sin llegar a ponerse de acuerdo ni en el tema ni
en el compás.
Allí se compra y se vende la Navidad en
rebajas. Cada quien elige la suya.
El reflejo cóncavo, novela.
Jacqueline Sellan Bodin

