"Pedro Adán sintió
la tibieza de un aliento contra sus tobillos. La perra lo olfateaba
dubitativamente y con desconfianza. El color parduzco de su lomo se confundía con
el color del suelo reseco y sus ojos brillaban con la inocencia que tienen los
ojos de ciertos animales. Y, a pesar de que al nacer había él cortado con sus
propios dientes (según rezaría la leyenda) el azul cordón umbilical – el cordón
de los afectos – logró llegar a conmover alguna parte oculta donde aún
conservaba la nostalgia de las carencias.
Con un ligero
bufido agradeció la perra la tosca caricia que le hizo con la palma
acostumbrada sólo a tirar pedruscos y arrancar matojos. Y aunque ni siquiera se
le ocurrió ponerle nombre ella lo siguió dócilmente ante su muda invitación.
Sin embargo, la
perra había tenido un nombre."
(fragmento del capítulo 4)
Los perros y los niños se entienden siempre muy fácilmente. En esta novela, apocalíptica y de grandes desastres, el amor de un perro es un rasgo nos humaniza, nos devuelve los lazos del afecto. Nos recuerda los cordones umbilicales cortados, a veces demasiado pronto, o brutalmente. En esta novela encontrarás, mezclados a horror, la brutalidad de la ley de la selva contrastada con el amor genuino, la barbarie con los resabios de sentimientos civilizados, la desesperación con la esperanza.
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