"Había nacido, (según
contará después la leyenda, mucho después, cuando sus huesos ya se hayan
desmigado hasta fundirse con el suelo calcáreo en que se convertirá finalmente
la ciudad que lo vio crecer) con unas uñas largas y afiladas como navajas con
las que rompió el vientre de su madre, cortando de paso el cordón de los
afectos y surgiendo su vagido de hambre al mismo tiempo, y de ese modo su
primer alimento fue la sangre materna que manaba de la herida abierta.
Así contarán
después los descendientes de esa nueva raza, olvidada de todas las prácticas de
la civilización, entre ellas la de la cesárea gracias a la cual Pedro Adán había
logrado ver la luz, esa nueva raza que no venía de él aunque fue su líder y el
generalísimo que los llevó a la victoria, y por eso una especie de monumento lo
recordará, una especie de estatua hecha de detritus e inmundicias que se
mezclarán poco a poco, al correr de los años, con las deyecciones de las palomas
y tomará la forma monstruosa con que la posteridad lo conocerá.
Sin embargo, en estos momentos Pedro Adán es sólo uno más de los huérfanos que recorren las calles en busca de alimento; no sabe – no puede saberlo – cuál es la sórdida tarea para la que lo ha elegido el destino. A sus diez años escasos, abandonado por su padre alcohólico – que no había sabido hacerse cargo del niño tras la muerte de su mujer (que dio a luz agotada por la fiebre que diezmaba la población, como en las peores épocas del medioevo, y no pudo sobrevivir al desangramiento y a la peste que campeaba en el hospital sobrepoblado). A los demás los había dejado huérfanos la peste, a él en cambio la orfandad le llegó, además, por abandono. Después de los terremotos que asolaron su ciudad y una tras otra la mayoría de las ciudades de la tierra – aunque él ni siquiera imaginaba que existieran otras ciudades porque este había sido (y será) todo su mundo – vagó un tiempo un poco a la aventura, entrando en los ruinosos edificios, rebuscando entre los despojos, aprovechando los pocos alimentos que habían resistido al desastre. A los desastres. Parece verdad el trasnochado dicho de que las desgracias nunca vienen solas. Pero qué sabía él de desgracias, era simplemente el mundo, el mundo tal y como lo conocía desde siempre.
Arranca, de un manotón rabioso, un manojo de flores que
crece todavía al amparo de una media pared que se alza entre escombros."
(Fragmento del capítulo II)
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