La naranja.
Cuando mi tía volvió de un viaje a Francia, vino a
visitarnos. Allá la habían llevado a conocer un salón de té perteneciente a una
cadena que marca geográficamente la ruta del té, es decir, la ruta que seguían
los comerciantes de té del tiempo de Marco Polo, desde China hasta los diferentes
centros de comercialización de Europa. En ese salón había comprado la preciosa caja
de té que traía de regalo, un té negro, de hoja larga, adicionado con flores de
Afganistán.
Mientras tomábamos el perfumado brebaje, después del almuerzo, nos pusimos
a leer el catálogo que venía junto con la cajita. Té a la bergamota, té a la
cáscara de naranja, té de hoja entera, té fermentado de diversas maneras, té
con jazmín, con rosa, con granada. Flores de té. Cajas de té que eran a la vez
cajitas musicales. El libro del té. La suerte en las hojas de té. Juegos de té,
con teteras primorosas y primorosas tacitas.
Y una cosa lleva a la otra. Comenzamos a hablar de perfumes y jabones
artesanales.
De los jabones pasamos a los licores. Alguien propuso hacer licor de
naranja, y puesto que el hierro hay que golpearlo en caliente, partimos de
inmediato mis hijos y yo para el
supermercado. Mi hijo mayor en ese tiempo pasaba del tema. ¿Quién iba a decir
que hoy dedicaría su tiempo libre a fabricar licores medicinales?
En el súper compramos aguardiente junto con las naranjas más hermosas
que he visto en toda mi vida: grandes, parejas, de un naranjo intenso, de un
grano fino, perfumadas, pletóricas.
Llegamos a casa, lavamos algunos frutos y los cortamos en rodajas, que
luego pusimos en un frasco grande con el aguardiente en un sitio oscuro. Y a
esperar.
Nos habían sobrado rodajas, así
que decidimos tomar té negro con naranja; pusimos el agua a calentar y
preparamos las tazas.
En el instante de sentarnos a la
mesa, oímos tocar a la puerta. La mayor de mis hijas fue a abrir. De inmediato
volvió diciéndome: Una viejita que pide limosna.
Tomó un pan de la panera y en el momento de ir a llevarlo, tuvo como una
inspiración: ¡voy a llevarle una naranja! – exclamó entusiasmada.
Desde nuestro puesto en la mesa escuchamos a la viejecita agradecer el
pan con educación aunque sin gran entusiasmo. En cambio, cuando recibió la
naranja, su voz pareció iluminarse: “muchas gracias, hijita, que Dios te cumpla
todos tus deseos. Ya está por llegar la primavera, ¿verdad?
Entre nosotros se hizo un silencio.
Esa es la magia de los actos o situaciones inesperados, de las cosas que
parecen inútiles, al menos no utilitarias, pero son realmente las
imprescindibles. Las que nos hacen soñar, y durante un instante, fugaz e
imperecedero, somos parte indisoluble de la primavera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario