La palabra escrita nos sitúa en la eternidad.

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lunes, 30 de diciembre de 2024


II


"Unos chayotes crecen a orillas de la calle central en la que ahora se amontonan los muros demolidos por el terremoto.

Y los ratones corretean entre las ruinas.

Aunque no sólo las ratas, también algunas zarigüeyas se han aventurado entre los matorrales, y un zorrillo, un día, vio cruzar la antigua carretera.

Los perros vagos se han vuelto completamente salvajes y sus jaurías pelean contra los chacales que se adentran hasta la periferia de la remota ciudad.

Pedro Adán mira, con inconsciente tristeza, la calle de tierra que se derrite al soplo del viento. No sabe que eso que siente se llama depresión, para él es el modo normal que tiene la vida.

Adán, qué idea absurda la de su madre, ponerle un nombre tan predestinado y que él se complacería en desmentir. Porque sería estéril. Como se había vuelto estéril poco a poco la ladera que lo llevaba al norte de la población; de lo que quedaba: los despojos de la ciudad. El sitio donde se amontonaban antaño, desordenadamente, los puestos de vendedores de toda clase de productos, hoy es un peladero bordeado de escombros. Y porque, lejos de ser el preservador de la raza humana, será precisamente todo lo contrario." 

(fragmento)

LA CUSCUTA, novela.   
Jacqueline Sellan Bodin




En esta novela de ficción apocalíptica, no podían faltar los terremotos. Hija soy de este Chile convulso que acostumbra desenroscar sus anillos de vez en cuando. Y, porque si bien las catástrofes producidas por el hombre (guerras, virus de laboratorio, tecnología superior  a la inteligencia media) suelen ser tremendas y devastadoras, pueden ser contrarrestadas con la razón o la fuerza. Los terremotos, en cambio, son imposibles de detener, prevenir o revertir. Nos sacuden sin atender a privilegios ni rangos. Su destrucción viene de una fuerza cósmica, nos descubren nuestra pequeñez e indefensión frente al universo. En lo que escribimos siempre nos ponemos a nosotros mismos. Nuestras experiencias y anhelos, sueños o deseos. Y los paisajes que nos habitan. Si embargo, en esta novela, curiosamente, que roza la ciencia ficción, no han sido mis paisajes del sur de Chile los que aparecen. Mis lectores de mi querido Zitácuaro podrán reconocer allí, seguramente, el diseño de sus calles, la carretera que va a Toluca con sus cerros escalonados, y los exquisitos chayotes, que, aún en medio de la destrucción, crecen al borde de las cercas. 

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