El vidrio empañado.
(Novela)
I
La bisabuela se
mecía con el compás de las ráfagas sobre los pastizales y el ruido apagado del
mimbre de la mecedora que crujía en el cuarto vecino fue el primer sonido que
reconoció entre todo el bullicio que la rodeaba, tal vez porque le recordaba el
crujir constante del mecanismo materno que acababa de abandonar, ese sonido de
marejada, de temporal, de lluvias deslizándose entre capas de aire.
La bisabuela se
mecía con los ojos fijos en un punto indefinido situado entre ella y la pared
de la sala, un punto donde tal vez estaban ocurriendo cosas que sólo eran
perceptibles para ella, esa mirada malévola que asoma a los ojos de algunos
viejos a los que el odio acumulado a lo largo de la vida, hecho de todas las
frustraciones y las iras impotentes, se les desboca en las últimas miradas,
apresurado por salir a flote antes que sea demasiado tarde, y muera, junto con
las demás cosas que mueren con la muerte.
Pero Margarita no
precisó del tiempo para forjar su odio.
Nació con él,
desde su más remota memoria la enemistad de los alados lagartos latía en sus
venas.
El vaivén,
vaivén, va i ven de la mecedora adormece sus dragones en una especie de éxtasis
morboso. Sus fláccidas entrañas ya sólo responden, aunque de un modo vago y
casi imperceptible, a ese balanceo constante, a esa sensación similar al mareo,
enajenante. (extracto)
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