Puré de arvejas
Ventanas vacías.
Un día evocaré las tranquilas horas y las
frescas paredes cubiertas de guirnaldas, adornadas, esperando la fiesta.
Y mi pensamiento recorrerá el caminillo de
grava, las avenidas sembradas de rosales, el granado en flor, las amarillas
guayabas, el jarrón de nochebuenas, los maceteros con sus verdes huéspedes
plantados uno a uno con amor y paciencia.
Sobre esa larga mesa de la terraza
techada, el mantel blanco de encajes esperará, bajo los platos floreados y los
relucientes vasos, el momento solemne de la cena.
El ponche, servido con grandes cucharones,
llenará las copas, y el fuego, en la chimenea, arderá para combatir el sutil
frescor de Diciembre.
Los invitados aguardarán sentados en el
salón, charlando, y los nietos, aquellos que me quedan, corretearán por las
escaleras apoyando sus frentes tersas
contra los cristales, espiando la llegada de las sombras.
Pero ya no queda nada de mi casa sino la
forma oscura contra el muro del cielo, a contraluz, y con las ventanas muertas.
Pasos extraños resuenan en los cuartos
entregados al desorden y al olvido.
A los hijos los cría el amor.
Luego el rencor los dispersa, como a hojas
que en otoño desperdiga el viento arrastrándolas por oscuros lodazales, sin que
pueda el tronco, anclado a sus raíces, traerlas de regreso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario