EL
BARDO
Yace
solitaria,
lejos del
hormiguero,
pequeño
cadáver de oro
que reluce
bajo los últimos
rayos del
sol.
Allí la abandonó
la turba
violenta e
indignada
de esclavas
serviles,
después de
quién sabe qué tormentos
perpetrados
en la ciega noche
de las
laberínticas entrañas
del
hormiguero.
Yace
solitaria,
como una
joya
cuyo fulgor
cegó la vista
de aquellos
obtusos seres,
libre por
fin,
que la vida
le fue un cautiverio.
Yace sola
en el polvo del camino;
es el
castigo que reserva
la
obediente grey
a quienes
no celebran
la misa
negra de arrastrarse
frente a su
augusta soberana,
esa,
que con
despiadado cetro,
ordena la
vida o la muerte,
la que
decreta,
entre sus
propios hijos,
quienes
serán los privilegiados alfas
y quienes
los esclavos obedientes,
impensantes,
programados
desde el huevo
para amar
las cadenas.
¿Qué
cósmica luz estelar
incubó a
aquella,
que sólo el
arpa inspirara,
y, con
versos minúsculos
de sincero
acento,
cantó las
desdichas
de ese
atemporal imperio?
¿En qué
vinos ignotos
libó esa
rebeldía
que volcó
en música desconocida
y que aún
resuena,
oprobiosa,
irreverente,
en las
paredes para siempre oscuras,
despertando
las iras
-y la
envidia- de todas?
Para no
oírla
se han
vuelto sordas,
lamiendo el
polvo que la reina pisa,
la
reina-madre a la que nunca
llamarán
más que reina;
para no
oírla
la
ajusticiaron
en sus
terroríficas cámaras subterráneas,
y luego la llevaron
lejos del
hormiguero,
en mitad
del camino,
que incluso
la libertad de su muerte
les dolía.
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